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Por CONtexto ganadero - 28 de Junio 2021
El debate permanente alrededor de la agricultura en los últimos 30 años es definir qué es sostenible.
Según la FAO, hay tres dimensiones de la sostenibilidad: económica, social y ambiental. En la agricultura, el trabajo en estos ejes implica reducir la pobreza, el hambre y aumentar la productividad y rentabilidad de los agricultores, campesinos e indígenas en pequeña escala como parte de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) hasta el 2030. (Lea: Sustentabilidad y sostenibilidad, ¿qué significan?)
Más de 820 millones de personas en el mundo pasan hambre y, paradójicamente, no hay un país libre de obesidad. Aunque, de acuerdo con los indicadores de desarrollo de la FAO, Brasil, Chile, Ecuador, Perú, Paraguay y Bolivia fueron emblemáticos en la reducción de la pobreza rural, la inequidad sigue muy presente en América Latina y hay una división muy marcada entre la ruralidad y la urbanidad, entre los grandes y pequeños productores.
En general, campesinos e indígenas desconocen los beneficios de las aplicaciones tecnológicas sustentables mientras las transnacionales las usan constantemente.
Además, no toda la biotecnología implica la transgénesis. Es posible mejorar los alimentos y hacerlos más resistentes a las plagas con otros métodos alternativos. (Lea: Conozca cómo la sostenibilidad se convierte en una oportunidad para los productores)
Para María de Lourdes Torres, doctora ecuatoriana en biología molecular, lo importante es no caer en el monocultivo que ha causado tanto daño al suelo desde hace siglos en momentos en que la población mundial por alimentar sigue creciendo (7.700 millones de personas) y se compromete la seguridad alimentaria de la humanidad.
A esto se suma la recesión económica global desencadenada por la COVID-19. La OMS estimó en el 2020 que 83 millones de personas, y quizá hasta 132 millones, empezaron a padecer hambre en 2020 como resultado de la pandemia.
Mientras las legislaciones de Colombia, Ecuador y Perú ponen límites a los OGM, en el mundo organizaciones gubernamentales, sin fin de lucro y académicas usan semillas libres de patentes, lo que nos lleva a pensar que existe la posibilidad de usar herramientas biotecnológicas sin necesariamente depender de multinacionales que controlan el mercado de las semillas transgénicas como Bayer, Corteva, Syngenta o BASF. (Lea: La sostenibilidad ambiental a partir de la ganadería es posible)
Para ejemplificar, Colombia autorizó la siembra de la primera semilla transgénica de código abierto desarrollada en el país, de un maíz resistente a plagas y a herbicidas, elaborada con tecnología de mejoramiento cuya patente ya había vencido.
Desde el sector académico el debate por los transgénicos es percibido como anacrónico.
“La biotecnología es parte de nuestras vidas desde incluso antes de que seamos conscientes de su existencia: por ejemplo, el pan, la cerveza o el queso que se consumen desde siempre, son producto de técnicas biotecnológicas anteriores a la transgénesis”, aclara la bioquímica Rosa Angélica Sánchez, ex directora general de recursos genéticos y biotecnología en el Instituto Nacional de Investigación Agraria (INIA) de Perú. (Lea: La sostenibilidad, cada vez más importante en el comercio mundial de carne)
Hoy, una técnica más avanzada de edición genética, la CRISPR/Cas, promete mucho en el sector agrícola mundial.
CRISPR funciona como unas tijeras selectivas que cortan y modifican cualquier secuencia del genoma con una precisión sin precedentes. Si usar transgénicos para mejorar productos es como ir a toda velocidad en una autopista, CRISPR es “como viajar en avión”, sostienen los más entusiastas de la técnica.
La herramienta, que valió un Nobel de Química 2020 a sus creadoras Emmanuel Charpentier y Jennifer Doudna, no implica transferencia de ADN de una especie a otra, como con los transgénicos, pero puede hacer plantas más productivas, resistentes a sequías o enfermedades, más nutritivas o con mejor sabor (ver caso de papa argentina que no se oxida, o el del hongo que no oscurece).
Además, CRISPR tiene un gran potencial para gobiernos y organizaciones que la dominen, ya que es fácil y barata de usar y además presenta menos resistencia de reguladores al no contener ADN foráneos.
Para Paul Chavarriaga, líder del proyecto Plataforma de Transformación Genética de la Alianza Biodiversity International y el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT) en Colombia, la solución es la combinación de ambas tecnologías: la transgénesis y la edición genómica como se está haciendo con la yuca waxy. Adicionalmente, indica que el futuro está en mirar hacia adentro e identificar las necesidades locales y fortalecer lo que se tiene. Adaptar la tecnología para que sea útil para la economía del país. (Lea: Impacto de los transgénicos tras 15 años de uso en Colombia)
Inevitablemente, la forma en que tomamos decisiones frente a los cultivos transgénicos son precedente para nuevos debates sobre CRISPR y nuevas técnicas biotecnológicas. ¿Las aprovechamos o les damos la espalda? ¿Fortalecemos a nuestros agricultores para que les saquen el máximo provecho, o las mantenemos en la ilegalidad? Cualquiera de las opciones tendrán implicancias en el progreso y el bienestar de nuestra agricultura, y en consecuencia en nuestras poblaciones.
Fuente: Historias sin fronteras.
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