Los análisis que circulan en esos días sobre la payasada del consejo televisado de ministros merecen unas glosas. No hay unanimidad en los círculos políticos de oposición sobre el alcance de lo que pasó ese el 4 de febrero, ni sobre la conexión que existe entre ese episodio y lo que vivió el país unos días antes, el 26 de enero.
No hubo, en realidad, una crisis sino dos, y los hechos de esos dos momentos están encadenados y constituyen un solo desastre.
Obviamente, el acto del 4 de febrero busca distraer la atención, hacer invisible lo que ocurrió el 26 de enero, pues en ese día los equilibrios estratégicos de Colombia fueron estropeados y utilizados como el juguete de un aspirante a dictador frustrado. Frustrado pues Gustavo Petro descubrió que llegar a la presidencia de la república no equivale, en Colombia, a tomar el poder.
Me temo que no hay entre nosotros una caracterización acertada del alcance de esos eventos que, en realidad, configuran uno solo: un momento grave, triste y peligroso para Colombia.
Ante la avalancha terrorista de enero en el Catatumbo, Gustavo Petro quedó impávido, sin línea. No esperaba eso. Presumía que su “paz total” había domesticado al narco-terrorismo. No pudo decidir nada (salvo dar unas vagas instrucciones) y huyó de Bogotá. Se fue a Haití para distraerse y sobre todo para no tener que asumir una postura de jefe de Estado ante la violencia de sus amigos de Caracas. Estos advirtieron que intervendrían militarmente en el Catatumbo (hasta enviaron aviones rusos de combate sobre Cúcuta) “para ayudar a Colombia”.
Cuando el 4 de febrero la vicepresidenta Márquez y algunos ministros le cantaron la tabla a Petro por el ascenso fulgurante del cuestionable Armando Benedetti y de la imprescindible Laura Sarabia, el presidente invirtió la carga de la prueba. Los ineptos son ustedes, respondió. Los acusó de “lanzar el ataque caníbal”, porque quieren ser elegidos y de ser los culpables del “incumplimiento” de las promesas petristas.
Ellos comenzaron entonces a presentar sus renuncias aunque Petro ya había huido esta vez hacia Dubai, dejando a su equipo desbaratado y al país, de nuevo, sin poder ejecutivo. No obstante, ningún ministro le cobró a Petro lo que había hecho el 26 de enero.
Estamos pues ante dos rupturas físicas y políticas inadmisibles e inéditas del mando del Estado colombiano. Más exactamente: en dos ocasiones el presidente de turno creó enormes crisis y abandonó su cargo por unos días violando el artículo 194 de la Constitución Nacional.
Lo que hizo Petro en esos dos momentos no puede ser aceptado como una ausencia temporal autorizada por viaje al exterior. Aquí esos episodios son de naturaleza bien diferente.
Obviamente, Petro quiere que no veamos las cosas así y su manipulación tuvo un cierto éxito. Algunos observadores solo ven “grietas” en el gobierno. Otros dicen que son accidentes remediables. Un exministro petrista, pasado ahora a otro bando, afirmó que Petro dejó “su gobierno al garete”. Un matutino de Medellín se preguntó en un inteligente editorial: “¿Petro clausuró el gobierno?”. Algunos analistas devalúan lo sucedido: los dos episodios son, según ellos, torpes efectos del estilo descocado con que Petro trata sus obligaciones oficiales. Otro exclamó: “¿Hasta cuándo, Petro, abusarás de la paciencia de los colombianos?!”, como si lo que hace el gobierno destructivo de Petro fuera solo un “abuso”.
Sin embargo, esos episodios van más allá de todo: son la prueba más cruda (pues hubo otras antes) del derrumbe del sistema Petro, del naufragio de su aventura revolucionaria desde la Casa de Nariño, un rastro más de la incapacidad de la extrema izquierda para dirigir un país sin acudir al demonio de la demolición de lo que tantas generaciones han creado.
La ruptura física, moral y política más alarmante en la cúspide del Estado fue sin duda la del 26 de enero. Petro abandonó la sede del gobierno y provocó una crisis no se sabe desde dónde y bajo qué influencias o qué presiones, con el gobierno de Estados Unidos, la superpotencia mundial, el mayor aliado histórico, militar, político, diplomático y comercial de Colombia.
La salida de la bronca provocada por Gustavo Petro contra Trump estuvo a cargo de dos altos funcionarios, Luis Gilberto Murillo y Laura Sarabia, quienes, en plena orfandad de mando, descifraron la gravedad del momento y elaboraron fórmulas que apagaron, por un momento, la tensión con Washington. En lugar de saludar el espíritu patriótico de esos ministros, Petro dijo estar “molesto” por la labor cumplida por ellos.
¿El plan de Petro era crear un incidente y dejarlo pudrir hasta que estallase el colapso de la economía colombiana? ¿Para que Colombia, en pocas semanas, cayera en otras manos como las sulfurosas dictaduras del “Sur global”? La “molestia” de Petro tiene una razón adicional: con su movilización, Murillo y Sarabia demostraron, quizás involuntariamente, que el jefe de Estado había abandonado su función.
El exministro Leyva Durán, que fue un agente de influencia comunista durante más de 20 años, atenúa la situación. Petro, dice, “viene perdiendo la capacidad de trazarle a la nación un horizonte ético”. Error. Gustavo Petro nunca pudo, ni por un minuto, “trazarle un horizonte ético” a Colombia.
El senador comunista Iván Cepeda pide proteger “el proyecto” de Petro, es decir, la diabólica agenda de su pretendido mandato, como si ese “proyecto” no hubiera explotado en pleno vuelo. Cepeda exhorta a la extrema izquierda a “proteger de la corrupción” esa agenda como si la corrupción no fuera el cemento del régimen cadavérico actual. Y se hace el inocente al criticar la llegada de Benedetti como jefe del despacho presidencial. ¿Cuándo Cepeda y Leyva criticaron las andanzas de Benedetti en el mundo mamerto?
La Cámara de Representantes tiene la atribución de acusar ante el Senado al presidente de la república debido a “causas constitucionales” por “hechos u omisiones ocurridos en el desempeño” de su cargo, rezan los artículos 174 y 178 de la CN. El abandono del cargo es una “falta absoluta” del presidente de la república, dice el artículo 194 de la CN.
Aquí el problema excede los límites del tema de la violación —ya probada— de los topes de financiamiento de la campaña electoral de Gustavo Petro en 2022, delito que es sancionado con la pérdida de investidura o del cargo, según el artículo 109 de la CN. Estamos ante una acumulación de infracciones que le abren avenidas a una destitución del presidente, en derecho, en el más alto grado de respeto de la ley y de la Constitución. Ni “golpe de Estado blando”, ni “golpe de estado duro”. La perspectiva es legal, legítima y necesaria: retirar de funciones al actual ocupante de la Casa de Nariño pues él abandonó el cargo dos veces. Y, como dice el proverbio, “cuando uno se va es porque ya se ha ido”.
13 de febrero de 2025