El terrorismo es uno solo y siempre condenable, pues se trata de la utilización sistemática de la violencia y la violación de los derechos humanos para imponer una idea, una posición política, o una ambición de poder y de dominio. Pero, al parecer hay terrorismo de terrorismo; aquellos contra los que el mundo es implacable, sin negociación posible y con el exterminio como única alternativa, para lo cual las potencias despliegan impresionantes operativos militares y millones de dólares; y otros de menor jerarquía, cuyas víctimas no convocan el llanto mundial, sino apenas la zozobra local. Son terrorismos con los que se puede ser condescendiente, a los que se debe perdonar e, inclusive, justificar en sus presuntos nobles objetivos.
La diferencia -es triste decirlo- no radica en los métodos ni en la extensión de la barbarie, sino en la calidad de la sociedad agredida. Una cosa son Estados Unidos, la Unión Europea o Israel, y otra diferente la Nigeria de Boko Haram o la Colombia de las Farc.
Pero los terrorismos son iguales. Tienen detrás una idea, extrema o fundamentalista. Cuando no es el fanatismo que utiliza a Dios como excusa -incluida la vergüenza medioeval de la inquisición católica-, son utopías como la igualdad comunista por la vía de la lucha de clases, o la pretendida hegemonía de una raza, que estuvo detrás de la II Guerra Mundial y los horrores del holocausto.
También son iguales en sus tácticas: el desprecio por la vida y la liberad, el principio maquiavélico de que “el fin justifica los medios”, bien interpretado en “la combinación de todas las formas de lucha”, sin consideraciones éticas ni cortapisas morales, todo lo cual lleva a un mismo resultado: el dolor de las víctimas, que también son iguales, las doce de Charlie Hebdo o las 35 de El Nogal en Bogotá, entre las miles de las Farc en Colombia durante décadas.
Detrás de esta estratificación hay un impresionante relativismo moral de la comunidad internacional, en función de intereses geopolíticos que priman sobre la defensa de los derechos de todos por igual. Los líderes mundiales que hoy levantan sus ejércitos para castigar al Estado Islámico -43 estuvieron en la marcha de Paris- han hecho fila en apoyo al proceso de paz en Colombia, pero en nuestro caso, con la dosis de impunidad y generosidad necesarias para que las Farc cesen el terrorismo contra la sociedad colombiana.
Estados Unidos y la Unión Europea consideran a las Farc como terroristas internacionales, al lado de Al Quaeda y el EI, y nunca han dejado de perseguirlas como narcotraficantes. Las Farc, por su parte, han sido aliadas de los enemigos que hoy persiguen esas potencias, hermanadas con ellos por el odio visceral al imperio, representado en la economía de mercado y los principios de la democracia liberal.
¿Por qué entonces, son permisivos con el terrorismo que no los afecta, e inflexibles cuando son ellos los atacados? ¿Por qué en Colombia aconsejan negociar con terroristas, si para ellos hacerlo es una línea roja inmodificable? En el entretanto, hoy aparece un panfleto de las Farc amenazando de muerte a María Fernanda Cabal, Fernando Vargas, Jaime Restrepo y a sus familiares.
Terrorismo es terrorismo, en Paris o en Bogotá, en Nueva York o en Toribio. Y las Farc son terroristas.