Como dicen los jugadores de Póker, el presidente Santos se jugó los restos. Y perdió. Quedó pelado.
Después de 32 meses de gobierno apostó lo que le quedaba. Derrotado por la opinión en todos los frentes, tenía la última carta, esa que los jugadores guardan antes de declararse en quiebra o pasar al cuarto de los suicidas. Y esa era la de la paz con las Farc.
A Santos en poco le ocupa el resultado final de esas conversaciones y le importa una higa cómo quede el país después de intentarlas. “Después de mi, el diluvio”, dijo Luis XIV, de quien Santos aprendió apenas esa partecita de la personalidad avasalladora, riquísima, gigantesca del Rey Sol. Si me salvo yo, ni me va ni me viene la suerte de los que vengan a bordo. (Columna: De las guaridas al poder)
Y sacó las fichas que le quedaban y las apostó a un solo golpe de la fortuna. Tras de 50 años de guerra, Santos prometía la paz. ¡Qué maravilla!
Pero gustándonos tanta la paz, empezó a parecernos de mal sabor y hasta de mal aspecto el plato en que nos la servían. Una paz basada en la impunidad, ni vale la pena ni es paz. Y convertir en héroes a los bandidos que tanto nos martirizaban, y traerlos en vuelo sin escalas desde Cuba hasta el Capitolio Nacional para que nos dicten las leyes, era una agresión, una monstruosidad, una claudicación inaceptable. Darle premio a los bandidos es estimular el bandidaje, tanto como castigarlos equivale a disuadirlos de cualquier criminal propósito.
Tuvo que admitir Santos que andaba en aquellos conciliábulos, cuando los denunció el presidente Uribe Vélez. Y ha tenido que admitir, a través de ese raro personaje que es Sergio Jaramillo, que los arreglos venían desde un año atrás. Lo que quiere decir que desde entonces nos mentía el presidente cuando los negaba, una y otra vez. (Columna: Acuerdo con las Farc)
Vinieron después las declaraciones de los maleantes “plenipotenciarios”, el crimen también los tiene, y las indiscreciones que salen de La Habana y del Palacio de San Carlos. Y es por dónde nos enteramos de tres temas fundamentales: que los cabecillas de las Farc no pagarían un día de cárcel; que tendrían muchas curules gratuitas, es decir sin votos, bien en el Congreso o en una Asamblea Constituyente que proponen sin decir sus reglas; y finalmente, que los reubicarían con sus armas al hombro en más de 50 lugares del país, cada uno con más de doscientas mil hectáreas, y donde no hubiera más autoridad que la suya.
A los colombianos nos repugnaron esas perspectivas. Y empezaron a oírse lasa voces del general descontento. Y fue cuando Santos acudió a sus últimas fichas y las puso sobre la mesa. (Columna: Justicia correcta)
A eso equivalió la Marcha Patriótica, a la que Santos adhirió para demostrarnos lo cerca que tiene su corazón de las Farc y su enorme capacidad de movilizar las masas en apoyo de sus tesis.
Un día antes de la marcha, el 8 de abril, el tal Lucho Garzón calculaba los asistentes en más de un millón, sin precisar si andarían solo por las calles de Bogotá o por las de todo el país. Como fuera, aquello resultaba la confesión anticipada de un desastre. Unos jóvenes desconocidos para el grueso de la ciudadanía, habían convocado una marcha contra las Farc, a la que acudimos entre diez y doce millones de personas. El millón habría sido una catástrofe. Pues no marcharon cincuenta mil. A Bogotá trajeron treinta mil viajeros en buses pagados por las Farc, comiendo lo regalado por las Farc y empujados por los fusiles de las Farc. Entre todos los empleados de Petro, los mamertos y los curiosos no sumaron diez mil en la Plaza de Bolívar y en el resto del país, todo incluido, la marcha no llegó, ni de lejos, a diez mil.
El país no cree en esa paz humillante y tramposa. Lo dijo con la abstención y el silencio, las grandes armas de los pueblos que se sublevan desde el fondo del alma. Porque quiere la paz de Uribe. La paz victoriosa que obliga a los violentos a entregarse, que los pone, humildes, ante la obligación del perdón y que mantiene los recalcitrantes hundidos en el fondo de la selva. Es decir, la paz verdadera.