Corvadas bajo inmensas bolsas de plástico transparente, empujando viejos carros de supermercado, miles de personas surcan Nueva York día y noche buscando entre la basura latas y botellas de plástico que venden para sobrevivir.
Jóvenes, viejos, mujeres y hombres, desempleados, sin techo, inmigrantes que apenas hablan inglés... todos tienen la misma meta: ganar unos pocos dólares reciclando lo que consiguieron.
La escena es similar a la que se repite en muchas ciudades latinoamericanas.
En la Gran Manzana, un ejército invisible de olvidados deambula en la ciudad de los multimillonarios, y tendría entre sus filas a unas 7.000 personas, según Ana Martínez de Luco, cofundadora de "Sure we Can" un centro de Brooklyn donde estos recoge-latas acuden para seleccionar y vender su botín. (Lea: Reciclaje orgánico aumentaría la fertilidad en suelos agrícolas)
Por cada lata, cada botella individual, de plástico o de vidrio, se les paga 5 centavos de dólar. Si agrupan los envases por marca, puede llegar a 6 o incluso 6,5 centavos, en virtud de una ley del estado de Nueva York, la "Bottle Bill", aprobada en 1982 y enmendada en 2009.
Desde Times Square hasta Wall Street, desde Central Park hasta las viviendas sociales de Queens, son cada vez más numerosos.
Se levantan antes del alba para pasar antes de los camiones de la basura y a menudo se acuestan tarde. Ancianas chinas transportan enormes bolsos agarrados de largos palos.
Sylvernus, un sin techo de 45 años oriundo de Nigeria, los apila sobre un carrito de supermercado que contiene toda su vida. Una joven madre latina los acumula en el cochecito de su bebé.
Todos ellos los cambian por dinero en las máquinas en la entrada de los supermercados - que limitan la devolución a 250 unidades (12 dólares) por día - o en una veintena de centros de reciclaje.
Hace unos años, eran sobre todo marginales o sin techo. Pero en los últimos años, la población cambió. Todavía se siente el impacto de la crisis de 2008. (Lea: El reciclaje de pilas puede fortalecer la actividad agrícola)
Pero un día su vida se descarriló.En "Sure We Can", cerca del 60% son ancianos. La mayoría inmigrantes. Algunos "fueron profesores, militares, empresarios, algunos tienen diplomas universitarios", explica Ana Martinez de Luco.
Carlos, de 27 años, era chef en un restaurante jamaiquino y cuenta, algo incómodo, que no tuvo más remedio que empezar con el negocio de la lata tras el cierre del restaurante. Sin embargo insiste: él no es un sin techo.
Algunos también envían dinero a sus familias que no están en Estados Unidos. Otros completan una magra jubilación.
Intentan sobrevivir
Anita Tirado, una menuda mujer de 74 años oriunda de Puerto Rico, explica que no tiene Medicaid, la cobertura de salud de los más pobres. Todas las mañanas, a veces desde las 4 de la madrugada, revuelve las bolsas de basura apoyadas sobre la acera en su calle, antes de ir a cuidar a su nieta de 3 años.
Con su andar frágil, gana entre "20 y 30 dólares por semana, hasta 40", dice, por esta tarea que puede ser peligrosa. Hace unos años, la golpearon durante una de sus salidas. (Lea: Teloneros de Metallica tocaron instrumentos hechos con basura reciclada)
Muchos no tienen opción. Para Sylvernus, agente de seguridad jubilado desde el 11 de septiembre de 2001, se trata de supervivencia. Sueña con un "verdadero trabajo". "Este, es infernal", asegura.
"Pero tengo que seguir empujando este carrito pesado para poder sobrevivir", añade, aunque se siente orgulloso de reciclar.
Los recoge latas reciclarían cerca de 70% de las botellas individuales y latas de Nueva York, según un estudio reciente.
Sin embargo, incluso a tiempo completo, parece difícil lograr vivir de ello. Una pareja de cuadragenarios que trabaja sin descanso afirma ganar entre
300 y 350 dólares por semana.
Y cuando se cuenta en botellas recicladas, los precios son astronómicos: un capuchino cuesta 70 latas. Un bocadillo, 100. Un par de zapatos sencillo, 800 unidades y un apartamento de dos dormitorios en Manhattan son 120 mil latas al mes.
"Esto podría ser un verdadero trabajo si los alquileres y la comida no fueran tan caros en Nueva York", añadió Martínez de Luco.
Además Carlos, José, Paula, Anita, Victoria, Maria, y una anciana china que no habla una palabra de inglés, se reúnen a menudo en "Sure We Can".
Algunos lo viven como una terapia que les ayuda a no estar aislados, destaca Martínez de Luco entre las virtudes de esta actividad.
Pero su cantidad creciente también presenta problemas. Algunos se pelean por un territorio. Otros se quejan de no encontrar casi latas ni botellas.
Ana Martínez de Luco quisiera poder entrenarlos a reciclar los desechos de los restaurantes, para transformarlos en compost y usarlo en jardines.