Luego de varios intentos y casi a punto de rendirme, comprendí que extraer la leche que todos tomamos a diario, es un proceso que empieza con una alta dosis de paciencia, observación, fuerza y perseverancia.
¿Puedo ir a ver las vacas? Pregunté como lo hacen los niños cuando sienten curiosidad por algo. Y de hecho lo hice, fui a verlas con un poco de timidez. Era el momento de ordeñarlas y nunca había visto cómo lo hacían. Por fortuna el frío no era tan fuerte, el sol tampoco quemaba, pero la sequía impedía que ‘La Ilusión’ tuviera el pasto que Lulú, Lola, Laura y Coca Cola deberían consumir para producir grandes cantidades de leche, aunque según Nelson, el mayordomo de la finca, los 120 litros que todas las mañanas ordeña son suficientes.
Una cerca de madera, pintada de negro, con puntas cuadradas y blancas, divide la zona. Las vacas en su espacio y yo en el mío, mientras Nelson las llamaba para extraer la leche. Una a una, como si fuesen entrenadas, se acercaban con calma. En un balde negro él vertía sal mineral y un suplemento para llamar su atención. Pasó la primera, amarró sus cuartos traseros para evitar accidentes, luego se sentó e inició una ‘coreografía’ manual que lo llevó a extraer leche de cada una.
No aguanté las ganas y traspasé esa barrera que separa al animal del humano. Poco a poco los nervios me fueron invadiendo. Lo más cerca que he estado de un animal es cuando acompaño a papá a la plaza. Su enorme cabeza, ojos oscuros un hocico rumiante estaban muy cerca de mi, fue tal y como lo describió mamá cuando estaba en el campo. Saludé a las demás y les dije cualquier cosa, como si fuesen cercanas a mí. Poco a poco me fueron aceptando en su espacio vital, aunque nos seguíamos respetando.
Miré al piso y vi un pasto corto y seco, algunas zonas estaban cubiertas de boñiga. Amo ese olor, aunque para mi hermana y otras personas no sea el más agradable, pero con él respiro profundamente y siento paz, libertad, calma, esa que poco se tiene en la ciudad. Caminé con precaución, aunque el olor me agrade, pisar una ‘mina' de esas sería un error fatal. Me faltaron ojos, porque... (Para duda de cualquiera, sí lo hice, aunque la limpieza no fue trágica).
¿Hay alguna técnica especial para ordeñarlas? Le pregunté a Nelson. “No, se trata de coger la ubre con fuerza, sin lastimarlas, sin pellizcarlas porque lo pueden patear, pero no puede ser suave, si no, no está haciendo nada”, me decía. Le entendí, pero no comprendí muy bien la instrucción, no estaba sentada. Me acercé con cautela, veía la forma en la que lo hacía; tenía un ritmo, se veía fácil y era rápido.
¿Puedo hacerlo? Siempre he sentido curiosidad y un poco de interés por ordeñar una vaca, pero nunca lo había hecho, hasta ese día. Recordé al difunto cazador de cocodrilos: 'hay que acercarse a los animales para que ellos se familiaricen con quien llega' (Y también recordé cómo terminó). Aún sentía timidez. Pero las acariciaba como si fueran mías, como si las conociera desde que nacieron.
“Coja esta banca, siéntese y empiece, recuerde no pellizcarlas”, me dijo Nelson con la intención de transmitirme confianza. Esa que se necesita para sentarse al lado de una vaca 5 o 6 veces más pesada que yo. Lo hice. Miré mis manos de 10 centímetros de ancho y 15 centímetros de largo y con temor empecé. Con la mano derecha agarré la ubre, no apreté, no sabía cómo. “Ahora empiece, mire cómo lo hago”. Era una sinfonía: chorros gruesos, nutridos y acompasados… 1,2,1,2,1,2. Quedé atónita mirando sus manos, en especial sus dedos. Ahora yo: 1… hacia abajo, de nuevo 1… tiré hacia abajo… nada. Ni un delgado hilo blanco que me diera la dicha de decir ‘¡lo estoy haciendo!’. No. Creo que Lulú sintió cosquillas con tan suaves jalones, me dijeron.
¿Cómo debo coger la ubre si mis manos son pequeñas? “Es sencillo, cójala con la mano, con su dedo gordo empiece a bajar la leche, ya la irá sintiendo (mentira, no sentía nada, apenas lo tibia que estaba la ubre) y con los dedos, como si estuviera intentando chasquear con los 4 dedos restantes, la va sacando”. Nada. Lulú no me sacó la sonrisa. Lo que hacía era cogerla y jalar pero sin ritmo.
Pasó Lola. “Con ella será más fácil”, dijo Nelson. Pero todo fue igual, entonces desistí.
“Yo aprendí a ordeñar vacas desde los 10 años, tengo 33, la práctica no se pierde. Un día, estando aquí en Guasca, en otra finca, me tocó ordeñar 25 vacas de una sola tanda, a mano, se me recogieron los tendones”, “¿No había máquina?”, pregunté asombrada de la hazaña. “No, a mano, como lo está viendo ahorita, me tocó mandarme a sobar porque el dolor era tenaz, se me hincharon los brazos y al día siguiente volví a ordeñarlas, ya después uno se costumbra”. Increíble. No había más qué decir.
Era el turno de Laura, una vaca café, con manchas blancas, o blanca con manchas cafés… No me senté, preferí ver cómo comía los granos pequeños, del tamaño de las arvejas y la sal que le dieron en el balde negro. Preferí acariciarla, ver cuántos litros de leche eran extraídos en menos de 10 minutos.
Decidí ver el paisaje sobre un montículo desde esa finca de 5 fanegadas. Tomé una bocanada de aire: limpio, puro. El cielo estaba despejado y hacía juego con la sabana en verde degradé. Al fondo veía los árboles diminutos y las pequeñas vacas.
“Con ella sí lo va lograr”, dijo Nelson entusiasmado. Venía Coca Cola. Tenía manchas cafés con blanco, estaba más gorda que el resto. “Como está preñada entonces produce menos leche” explicaba Ángela, la esposa del mayordomo. “A ella la aprendí a ordeñar hace un mes, es la más juiciosa de todas, por lo menos conmigo”. Cogió el balde amarillo, la puso debajo de la ubre e inició la misma técnica que Nelson. “No importa si las uñas están largas, lo importante es no lastimarlas y tener la táctica”. Fácil decirlo, pero hacerlo no tanto.
Así que me senté de nuevo. Cogí el balde, apreté las ubres y empecé. Traté de seguir el ritmo de Ángela, me explicaba que debido a su estado, a veces era más difícil lograr extraer leche, pero no era imposible… 1, hacia abajo… nada. De nuevo, 1 y ¡sí, una gota! Grité. Me sentía feliz, pero ellos tal vez se burlaban de mi inocencia, así que me conformé con sus sonrisas, porque finalmente era ánimo lo que me daban, porque sabían que al principio no es fácil. “Eso, ya casi, hay que hacer un poco más de fuerza”, comentaba Ángela desde el otro lado de Coca Cola. Seguí intentando con la mano derecha, esa que nunca me falla. Lo intenté con la izquierda, pero fue peor.
De repente se asomó un hilo blanco. La gloria tal vez, aunque era poco. Seguí intentando el chasquido hacia abajo. El resultado: 1 vaso, por mucho 2. Corroboré que siempre hay que aprender de aquellos que tienen más experiencia y que ‘el que persevera alcanza’. Al cabo de 2 minutos comprendí lo que Nelson me quiso decir cuando se le recogieron los tendones. Vi la fuerza que tenía que aplicar para lograr ese hilo blanco, no era fácil, pero lo estaba logrando.
‘La Ilusión’ me dejó ver esa parte del campo que poco conocía. Entonces les dije ‘adiós’, no sé si volveré a verlas. Me despedí tal y como me había acercado hacía un rato: me acerqué, les hablé, las acaricié y les agradecí por dejarme aprender.
La pauta: tener paciencia, saber escuchar, saber mirar, observar, no tener miedo, ni siquiera de las 'minas' que no son antipersona.