Buscándole una salida a la crisis que han generado los acuerdos comerciales con otros países, este campesino decidió vender el derivado lácteo a la gente que se moviliza en el sistema de transporte más importante de la capital colombiana.
Son las 7:00 de la mañana y Rodrigo, un campesino de 39 años, sale de su casa ubicada en barrio El Restrepo, al sur de Bogotá, con unos jeans azules, un sombrero de fique, una ruana beige con gris, un canasto lleno de queso y la esperanza de que conseguirá durante el día el sustento para su familia.
Rodrigo García es oriundo de Guasca, un municipio cundinamarqués que está a 50 kilómetros de la capital colombiana. Hace 2 años decidió emprender un viaje con su esposa Gloria y su hijo Edwin, con la ilusión de un mejor futuro y la pasión de un labriego al que nunca nada le quedó difícil. (Galería: Los quesos colombianos, tradición y sabor)
Tiene el pelo negro –con un corte bajo- y en su cara se reflejan las secuelas de un acné crónico de su juventud. Es entregado a Dios y ora antes de comenzar su día. Camina seis cuadras y llega al lugar de su trabajo: el transporte público.
“Yo trabajé toda mi niñez y juventud en el campo: arreaba animales, ordeñaba vacas, recogía mandarinas, naranjas y guayabas. Cuando llegué a Bogotá nadie me quiso dar trabajo porque no tenía experiencia en vigilancia o cómo asesor comercial”, dice Rodrigo, quien ahora es un vendedor ambulante. La diferencia con la gran cantidad que de ellos hay en Bogotá está en que no vende chocolates, dulces, ni bolígrafos, lo de él son lo quesos, que además transporta en su inseparable canasto.
Cuando este labriego notó que el sueño bogotano no era el que esperaba, se sintió como aquel campesino que cita Jorge Luis Borges en ‘El Aleph’, Pedro Damián, quien sufre dos muertes. Rodrigo vivió eso, dos muertes: una al escuchar la palabra ‘no’ en todos los trabajos a los que se presentaba y la otra al conocer la situación de su pueblo natal.
“Yo pensé en devolverme y dedicarme al campo, pero mis amigos y mis familiares que viven allá me dijeron que la situación estaba complicada. Debido a la firma del TLC, (Tratado de Libre Comercio) las grandes empresas dejaron de recoger leche en las fincas y esta se estaba perdiendo”, narra García mientras caminamos por las calles de Bogotá.
El emprendimiento siempre ha sido su aliado
Con la pujanza que lo ha caracterizado desde chico, Rodrigo regresó a su finca y decidió que el futuro estaba en sus manos: decidió, con un grupo de amigos, comenzar a procesar la leche que en ocasiones se regalaba y la transformó en queso. (Galería: Elaborar queso artesanal en Colombia no es tarea fácil)
“Decidimos orientarnos y hacer queso campesino y doble crema, pero como la gente en Guasca compraba muy poco, resolvimos con mi familia y mi hermano, Francisco, devolvernos a Bogotá a venderlos así fuera en la calle”, reseña Rodrigo mientras señala un semáforo y me cuenta que esa esquina de la ciudad fue, en muchas ocasiones, su oficina de trabajo.
Luego se trasladó a los buses y de ahí no se ha bajado. Comenzó con las rutas que unen al sur con el norte de Bogotá por la carrera décima y luego, por la inseguridad en las calles de la capital colombiana, decidió entrar a TransMilenio.
“Aunque la Policía está ‘pasando requisa’ constantemente, ellos saben que uno no le hace el mal a nadie. Ellos conocen, con solo las caras, quién obra bien y quién no. Al comienzo sí tuve muchos problemas con los bachilleres”, me explica este campesino a quien aún se le nota en el titubeo de su voz el miedo que siente por ser amonestado por su trabajo ambulante.
Dentro de su canasta hay, contados por encima, 10 quesos doble crema que vende a $7.000 y unos 18 quesos campesinos que vende a $5.000. Con el dinero que obtiene gracias a la venta de estos productos hechos en Guasca, él logra darle estudio a Edwin, que ahora ya está en 4° grado, mantener al día sus obligaciones en la casa y reinvertir en la empresa familiar.
“Yo acá en Bogotá vendo y gano un porcentaje, pero mi familia que procesa la leche y fabrica el queso gana otro. Es un trabajo entre todos”, añade Rodrigo mientras comienza a mirar el reloj que tiene puesto en su mano izquierda.
Una venta de despedida
Ya sé que su tiempo es oro, oro blanco. Llevamos más de 35 minutos caminando y conversando. Veo la impaciencia en su rostro y siento que sus respuestas cada vez son más cortas. El tiempo apremia. (Lea: Cronología del queso artesanal: el extenso viaje del derivado lácteo)
“En un buen día, regreso a mi casa con más de $70 mil en el bolsillo. Ese día la sonrisa se me nota desde lejos. Otras veces vendo solo $20 mil. Lo bueno es que nunca regreso a mi casa sin algo de dinero”, sus dientes se asoman en su rostro y saca un queso de su canasta para enseñarme el producto.
Es obvio que para ellos la presentación del producto es lo de menos: empacado sin normas sanitarias, la única higiene es la bolsa transparente que lo cubre, sin fecha de producción o vencimiento y muchos menos sin los permisos requeridos para su comercialización. Estos quesos se venden de a poco entre los pasajeros que a diario utilizan el transporte.
“Bueno, ya es hora de ir a trabajar. ¡Cómpreme un queso! Llevo más de media hora tratando de venderle uno”, dice con una carcajada Rodrigo. Le compro uno campesino y me despido de él con un apretón de manos. Sé que en cualquier estación volveré a encontrarlo.
Mientras él se aleja y se pierde entre la muchedumbre de la ciudad, me doy cuenta que la mejor característica que tiene Rodrigo es el poder reinventarse con el tiempo: luchó por una mejor vida en Bogotá y buscó la salida con una idea que, aunque por muchos no es bien recibida, le da el sustento para mantener a su familia. Al fin y al cabo, Bogotá sí es la ciudad de las oportunidades.