Y esto que parece facilitar la convivencia, el entendimiento y la tolerancia entre los hombres más bien nos hace sospechar de que en nuestra naturaleza de seres sociales e históricos existe una irremediable e incorregible necesidad de tener la razón, que es lo mismo que decir, de poseer una sola verdad.
Y es cierto, también, que como seres organizados socialmente mostramos una reducida beligerancia para negociar, admitir y consensuar diversas normas, leyes, pactos u ordenamientos que nos facilitan la vida diaria. Las rutinas y protocolos de una ciudad o un pueblo están garantizadas por costumbres y normativas admitidas por todos. El Código de circulación, el penal, el civil o el de comercio son convenciones revisables o mejorables pero que no generan conflicto alguno.
Sin embargo, la razón parece producir monstruos cuando pasamos de la administración de las cosas a querer gobernar a las personas. Cuando de circular por la derecha o por la izquierda, de ponerle un precio a las cosas o firmar un contrato de compra-venta nos escapamos a ese otro mundo de los valores morales, del bien y del mal, de la libertad y la justicia o cuál futuro queremos, entonces todo el pragmatismo y los esquemas de gobernabilidad que nos damos parecen despeñarse a campos de batalla de difícil solución.
Cuando la verdad se atrinchera en una ideología con la única pretensión de imponerse a cualquier otra verdad, entonces dejamos de situarnos en cualquier razonamiento crítico o razonamiento práctico porque la aspiración innegociable y casi compulsiva es la de alcanzar el poder y ejercerlo.
De la filosofía, de la psicología, de la economía, de la antropología, de la biología y hasta de la física o de la química podríamos extraer infinidad de explicaciones y teorías de una animalidad de la que no nos podríamos sustraer, de luchas imperiales por la conquista de territorios, de batallas religiosas por la imposición de una fe, de mil disputas dialécticas por instaurar una doctrina, de cientos de insurrecciones para consolidar o cambiar un sistema político.
¿De qué nos ha valido, entonces, habernos librado de tiranías, habernos sacudido de autoritarismos, del yugo de teocracias o de dictaduras liberticidas si con la razón no hemos conseguido conquistar la libertad y el sueño de la justicia?
Pregunta que se hace más pertinente cuando se nos ha congelado la respiración ante el último acto de amenaza al santuario de la democracia moderna y contemporánea más sólida y verdadera de nuestra historia.
Porque la escalada a la colina del Capitolio y la vulneración de la sede soberana del poder popular harían estremecer las tumbas de John Adams, Benjamín Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson, James Madison, y George Washington.
Podríamos permitirnos todas las piruetas retóricas y contorsiones argumentales para explicarnos la preocupante enfermedad de la democracia que vivimos todos los países libres.
Yo he encontrado una plausible y brillante explicación en un vieja entrevista de un periodista francés a Hannah Arendt, en la ciudad de Nueva York. Les invito, encarecidamente, a que vean y escuchen los primeros 13 minutos para entender cómo el nuevo concepto de “National security” (o “Razón de Estado” en otros gobiernos occidentales) es un peligroso concepto que ha permitido la intrusión de la criminalidad en el ámbito político y ha roto, de alguna manera, todo el espíritu de los fundadores de la Nación americana. (https://youtu.be/AScblSGKAC8)
Y, finalmente, si de verdad existe una verdadera enfermedad de la democracia, una verdadera hemiplejía ideológica que la amenace, no es otra que el Populismo:
No recuerdo quién dijo que “la propaganda es el recurso de los inútiles”. Es posible que en general (y con honorables excepciones), la política sea el arte de la mentira y que los “contratos” que los partidos políticos establecen en sus programas de gobierno con sus votantes no se cumplan apenas. Pero, ni siquiera, los incumplimientos programáticos llegan a ser tan mezquinos como esa política de estafadores y manipuladores emocionales de los partidos populistas que rentabilizan el dolor y las ilusiones de los más golpeados, que exacerban el desencanto sin otra contrapartida que la decepción y la ensoñación de promesas imposibles de cumplir.
Terminaré diciendo que, probablemente, los pueblos no quieren, ni buscan, verdades absolutas. Que, seguramente, las ideologías no son más que catecismos de felicidad que no solucionan los problemas y que los populismos no son más que bandas de estafadores e ilusionistas que terminan echando sal en las heridas.
La gente solo quiere que se le solucionen sus problemas y dejar un mundo un poquito mejor a sus hijos.
Y, quizás, este último pensamiento es lo más cercano a una verdad que cualquier ciudadano podría esperar de sus dirigentes:
“Sólo se llega a lo divino desde las tripas. Dios no vive en la cabeza sino en los intestinos. Hay que abrir la verdad a la belleza de lo visceral.
No puedes tener la cabeza en las nubes si no hay mierda en tus botas.”
Luis León.
(…desde algún rincón de Madrid)