Hace ocho días compartí con mis lectores que debió ser emocionante para el propietario de la finca invadida en Curumaní, Cesar, ver en su predio a muchos ganaderos “que no llegaban con ánimo retador ni violento, sino a decir ‘aquí estamos’, para acompañarlo solidariamente y apoyar con su presencia a las autoridades”. Y terminé relatando que los ocupantes se fueron pacíficamente, “porque frente a la civilidad de los ganaderos y a la acción asertiva de las autoridades, sencillamente…, la violencia se doblega”.
Me quedó sonando lo sucedido en Curumaní, y lo comenté con mi equipo directivo, con la idea de que podría replicarse en cualquier intento de invasión, con una especie de brigadas de ganaderos que quisieran brindar ese acompañamiento pacífico con su presencia solidaria, complementado con el servicio de apoyo jurídico que estamos montando para los ganaderos en temas de tierras.
La idea se quedó en remojo, pero días después, saliendo de la audiencia pública sobre el Proyecto de Ley que pretende prohibir la exportación de animales –los ataques a la ganadería vienen de todos lados–, alguien me pidió un mensaje para los ganaderos del sur del Cesar, preocupados por la amenaza de invasiones, y en mi respuesta, espontánea por demás, lancé la idea: “Vamos a organizar un grupo de ganaderos de reacción solidaria inmediata, para que, cuando haya perturbación a la propiedad, acudan a apoyar al ganadero”.
Eso respondí, y ¡quién dijo miedo!, minutos después las bodegas de la izquierda y sus personajes en el Congreso me convirtieron en tendencia con acusaciones, ni siquiera descontextualizadas, sino mentirosas y malintencionadas, pues, de lo que dije y, más aún, de lo que había escrito, no había forma de inferir intenciones de organizar grupos paramilitares, ni de responder a la violencia con violencia, al punto que llegaron a pedir mi cabeza, como Salomé, para ofrecérsela en bandeja de plata a la Fiscalía.
Solidaridad, una palabra difícil de pronunciar para muchos, y difícil de practicar para muchos más. Solidaridad ganadera, como también escribí, me sentí orgulloso de ella en Curumaní.
Pero en este país, agobiado por la violencia de todas las calañas y engañado con una promesa de paz “estable y duradera”, que no pudo “durar” porque nunca inició, el colombiano ha desarrollado ese instinto de supervivencia egoísta que lo lleva a protegerse, a cuidar lo suyo y a los suyos, sin mirar a los demás ni lo de los demás. ¿Acaso ha muerto la solidaridad?
El campo y la ganadería, más vulnerables en medio del olvido general del Estado y de la Colombia urbana, sí que sienten esa ausencia de solidaridad. Parece como si lo rural no la mereciera, como si el derecho constitucional a la propiedad privada aplicara para las grandes instalaciones industriales, las grandes superficies comerciales o las rentables entidades financieras, pero no aplicara para la tierra rural, que es nuestra “fábrica”, nuestra empresa, nuestro “establecimiento comercial”, la tierra que heredamos legalmente de nuestros mayores o adquirimos con nuestro propio esfuerzo, la tierra que “regamos con sudor” como reza el himno de FEDEGÁN.
FEDEGÁN, a propósito, conoció también la insolidaridad, cuando fue estigmatizado como “enemigo de la paz” y perseguido por el gobierno Santos, por no apoyar las negociaciones con las Farc.
Por eso, a pesar de las narrativas malintencionadas, seguiremos sembrando solidaridad ganadera, solidaridad activa, para generar dinámicas virtuosas de acompañamiento pacífico entre los ganaderos, porque la violencia no es nuestro lenguaje, y para apoyar con nuestra presencia a las autoridades en el restablecimiento del derecho a la propiedad cuando sea vulnerado, porque al menos nuestra solidaridad, la solidaridad ganadera… ¡no ha muerto!
@jflafaurie