En estos últimos días los residentes y transeúntes de la Bogotá que se preciaba de estar 2600 metros más cerca de las estrellas, acostumbrados a echar manos de las gabardinas, los abrigos, buzos y chaquetas de su perchero, han tenido que apelar a prendas veraniegas propias de calentanos, al tiempo que les ha tocado reemplazar los paraguas, que les servía para guarecerse de la inclemente lluvia, por las sombrillas para protegerse de los rayos de un sol canicular. El pasado 8 de febrero el termómetro marcó una temperatura de 25.1 grados Celsius, con una sensación térmica aún mayor, la más alta desde que se llevan registros hace 60 años. El récord anterior estaba en 24.9 grados de temperatura, la cual se registró en enero de 1995. Como antecedente es bueno recordar que en octubre de 2015 en Natagaima (Tolima) se tuvo que soportar una temperatura de 45.4 grados, la más alta registrada en el país. Lo más preocupante de esta alarmante ola de calor es que no sólo no es coyuntural ni local, sino que es una tendencia en todo el orbe y se debe al calentamiento global, que tiene un impacto planetario. Como lo sostiene el columnista del Financial Times Martín Wolf, “una línea recta entre los picos de enero de 1958 y febrero de 2016 está por encima de todos los meses intermedios. Lo mismo ocurre con una línea trazada entre marzo de 1990 y febrero de 2016. Las medias móviles de 12 meses y 60 meses proporcionan un cuadro similar. No está ocurriendo ninguna desaceleración en los índices subyacentes de aumento de la temperatura”[1]. De hecho 2016 fue el año más cálido que se haya registrado en el mundo desde 1880, superando el record alcanzado en 2015, el cual superó el record anterior de 2014 en 0.3 grados. Aparentemente, la “pausa” del calentamiento global sólo duró 15 años, entre 1998 y 2013 y a lo mejor la temperatura promedio del 2017 llegue a superar la del año anterior. Las últimas tres décadas se destacan por ser las que se han caracterizado por las más altas temperaturas del Planeta, por encima de las décadas anteriores desde 1850. 16 de los 17 años más calientes en la historia han tenido lugar en este siglo (¡!). Se calcula en 22 millones el número de desplazados por desastres naturales causados por el mismo. La temperatura media global, según la Organización Meteorológica Mundial, ya supera 1.2 grados Celsius la de la era preindustrial, a apenas 0.8 grados de los 2 grados considerados como el punto de no retorno del apocalipsis al que puede precipitar el cambio climático a nuestro estragado Planeta. La concontración de CO2 y la temperatura No hay duda que existe una estrecha correlación entre la elevación de la temperatura promedio en el planeta Tierra y la creciente concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera, así lo pudo comprobar el Panel Intergubernamental del Cambio climático de las Naciones Unidas, conocido por el acrónimo en inglés IPCC, integrado en 1988, al reconocer la validez de la teoría del “efecto invernadero” y conformado por más de doscientos expertos de todo el mundo. Con la revolución industrial se dispararon las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y desde entonces su concentración en la atmósfera no ha hecho más que crecer exponencialmente. Según la Organización Meteorológica Mundial, precisamente el 2015, uno de los más calurosos, fue el año en que la Tierra experimentó un mayor crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono, de 3.05 partes por millón (ppm). Este es el mayor incremento en 56 años de medición, superando por primera vez la barrera simbólica de las 400 ppm, para un crecimiento del 33 % con respecto a la era preindustrial que nunca superó las 300 ppm. Es de anotar que en 2016 se batieron todos los records anteriores al sobrepasar peligrosamente el umbral de las 440 ppm (¡!). Por ello no es de extrañar que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS) cada año se registran 7 millones de muertes prematuras atribuibles a la mala calidad del aire. El calentamiento global y sus estragos No hay duda de que el calentamiento global es una realidad y llegó para quedarse. El cambio climático que lo provoca y los “fenómenos” extremos de sequía e inundaciones que lo acompañan no obedecen a ciclos, lo que permitiría su predicción, son, en cambio, recurrentes e intempestivos. De allí que sea más apropiado hablar de desorden climático, pues llueve en verano y escasean las lluvias en la temporada invernal. Es más, nos atrevemos a decir que ya no podemos seguir registrando al Niño y a la Niña como “fenómenos”, porque dejaron de serlo para convertirse en la nueva normalidad. El impacto y los estragos del calentamiento global no se han hecho esperar, de manera imperceptible primero y catastrófica después han venido amenazando la sostenibilidad ambiental y comprometiendo la habitabilidad de este Planeta, sin que la humanidad tenga un Plan B porque no hay otro Planeta en el que podamos subsistir, por lo menos por ahora. Las sequías, las inundaciones, los incendios forestales y huracanes, cada vez más frecuentes, extensos e intensos, se han duplicado desde 1990. En el lapso comprendido entre 1996 y 2015 se presentaron 11 mil “fenómenos” extremos y devastadores, los cuales causaron más de 500 mil muertes aquí, allá y acullá. Se estima que de 8.688 especies amenazadas o cuasi-amenazadas de verse extinguidas un 20% lo son por cuenta del calentamiento global. La seguridad alimentaria, particularmente, tiene en la variabilidad climática y sus efectos sobre la agricultura su mayor reto habida cuenta de que, según la FAO, para el año 2050 la población mundial superará los 9.000 millones de habitantes y para procurarle su congrua subsistencia la producción agropecuaria deberá crecer un 70 %. Se derrite el planeta Una de las principales fuentes de conocimiento con la que cuenta la comunidad científica para hacerle seguimiento a la evolución del cambio climático en el mundo es cuanto ocurre con los principales glaciares, los cuales por lo demás conservan en su interior información fidedigna sobre su trazabilidad a lo largo de siglos de evolución. Afirma Adriana Gulisano, física de la Dirección Nacional Antártica, que “la Antártida es el termómetro que indica cómo cambia el mundo”[2] con el derretimiento del hielo de los glaciares. Un artículo reciente en Nature Geoscience reveló el retraimiento de dos docenas de importantes glaciares en regiones que van desde Rusia hasta la Patagonia. Según Jeremy Mathis, Director del programa de investigación del Ártico, “rara vez hemos visto que el Ártico muestre una señal más clara, fuerte y pronunciada del calentamiento persistente y la cascada de efectos en el ambiente, que este año”[3]. Y, lo más grave, es que el ritmo del deshielo se viene acelerando, en este caso debido a que, de acuerdo con la National Oceanographic and atmospheric Administration (NOAA) de los EEUU, entre 1981 y 2010 se ha elevado la temperatura ambiente el doble que en el resto del mundo. Dice el Director del Instituto Antártico Argentino Rodolfo Sánchez, “cuando llegué a la Antártida en los años 90 jamás llovía. Hoy llueve con frecuencia en vez de nevar”[4]. Aterrado por cuanto ocurre allí añade que, en épocas anteriores los glaciales invadían la costa, ahora son los glaciales los que se retraen y la playa ha ganado más de 500 metros. Resulta patético cuanto viene acaeciendo con la barrera de hielo conocida como Larsen, la cual se extiende a lo largo de la costa oriental de la península antártica. En 1995 se desintegró completamente parte de ella (Larsen A), perdiendo una superficie del tamaño de Berlín y en 2002 se dio un nuevo desprendimiento, esta vez del Larsen B. Pero, más recientemente la masa que está a sólo 32 kilómetros de desprenderse es mucho mayor, se trata de Larsen C, a punto de convertirse en el iceberg más grande de que se tenga memoria, de un tamaño descomunal de 5.000 kilómetros cuadrados, tres veces la superficie de Bogotá. Su desintegración podría llegar a aumentar el nivel del mar global hasta 10 centímetros (¡!). De hecho, según la NASA el nivel del mar viene creciendo “normalmente” a un ritmo de 3.4 milímetros/año a consecuencia de la pérdida de los glaciares en el mundo. Pero, además de aumentar el nivel del mar, reduciendo la salinidad del agua y alterando el hábitat de la flora y la fauna marina, además de poner en riesgo inminente a las poblaciones costeras, el derretimiento de los glaciares tiene otros dos efectos colaterales. En primer lugar el agua que antes estaba cubierta por los témpanos de hielo ahora queda expuesta a los rayos solares y, por consiguiente se eleva la temperatura superficial del mar y de las capas superiores del océano, alterando la climatología. Y, lo que es más grave, con el deshielo se derrite también, ineluctablemente, el permafrost[5], rico en carbono orgánico, liberando a la atmósfera tanto el CO2 como el metano allí almacenado, contribuyendo al calentamiento global.
[1] Portafolio. Noviembre, 5 y 6 de 2016
[2] El Espectador. Enero, 16 de 2017
[3] El Colombiano. Diciembre, 19 de 2016
[4] Idem
[5] Capa de suelo permanentemente congelado, tal es el caso de la conocida como tundra.