Lo hago constar para evitar sobresaltos en las oficinas de Fedegán en caso de presentarse Clint Eastwood (su protagonista) con una querella debajo del brazo.
Y una vez hecha la broma, vayamos a donde sigue el dolor:
Hace ahora casi tres meses que se nos congeló la sonrisa cuando Tedros Adhanom, Director General de la Organización Mundial de la Salud, hizo pública una pandemia que saltó de una región china al sudeste asiático y luego a la Lombardía y el Veneto italianos. La globalización del comercio, el turismo y el deporte hicieron después su trabajo de mutualización de la enfermedad.
Por todas las ciudades y pueblos del planeta se produjo la onda expansiva más fulminante que conocemos: el miedo.
El aliento de Lucifer con un ejército de pequeños monstruitos invisibles empezaron a infestarnos los pulmones, a colapsar las UCI de los hospitales y agotar los ataúdes de las funerarias.
Nos encerramos atemorizados en nuestras casas con la más vieja e intuitiva estrategia medieval cuando llega una epidemia, a esperar pacientemente que el demonio y sus efluvios abandonaran nuestras calles. Y así parece que empieza a suceder. El demonio se ha aburrido de pasear por nuestras calles desiertas y ha decidido regresar a las tinieblas para planear otra forma nueva de asustarnos.
Y con la eterna pulsión entre Eros y Thánatos volvemos a salir de puntillas a recuperar la calle y nuestras vidas anteriores…Y si es cierto que las tinieblas se disipan y el enemigo se ha debilitado pues no podemos permitirnos perder la primavera y “sin miedo a la muerte” volvemos para reconquistar las ilusiones y llorar las pérdidas.
¿Qué nos ha pasado en estos tres meses?
Hemos marchitado el sofá del salón y mejorado las cuentas de resultados de Netflix, HBO y Amazon Video, consumiendo compulsivamente todas las series y películas que nos ofrecían.
Las básculas y los botones del pantalón nos advierten que 2 o 3 kilos de lípidos se han instalado en nuestra figura y habrá que visitar con más frecuencia el gimnasio. Las demandas de divorcio aumentarán porque una cuarentena entre cuatro paredes tiene una carga neurótica inexorable para una pareja, y con niños en arresto domiciliario la carga se multiplica exponencialmente y la lujuría se resiente. El tráfico de datos por Internet se ha disparado y en el WhatsApp recibimos los mensajes más pintorescos de un amigo o un hermano que parece que se ahoga en su propio aburrimiento. Sin olvidar el enorme enfado y pataleta que debe suponer a la niña empresaria y ecólatra, Greta Thunberg, por la multiplicación del uso y producción de plástico, de usar y tirar, con el Covid-19 (mascarillas, guantes, batas impermeables, gafas, viseras y envases de comida a domicilio)
Con los códigos sociales de contacto cortocircuitados el primate superior moderno evidencia una clara predisposición a desarreglos emocionales si se le saca del bar, de la oficina, de la escuela, del centro comercial y del tráfico urbano. Nos hemos dado cuenta que existe una rutina urbanita que no resulta tan estresante como decíamos y que, quizás, necesitamos la aceleración y la presión de cinco días a la semana para poder entender y valorar las pausas y el paladar de las cosas lentas de dos días sabáticos. ¿No será éste el motivo por el que la felicidad no puede ser eterna y que en el caprichoso diseño del universo la intensidad sólo se nos sirve en pequeñas píldoras? Parecemos dibujados como un enorme garabato en el que cuando más apreciamos la salud es en la enfermedad, cuando llega el desamor nos flagelamos por no haberlo sabido conservar, añoramos la lealtad porque sospechamos que podríamos engañar al mejor amigo.
Y sin embargo, tengo la impresión de que no hemos aprendido nada, y alguien nos preguntará: ¿Y es que hay algo que aprender?
Nos hemos encerrado tres meses en casa, hemos cerrado los negocios, los vehículos se han detenido, los aviones han dejado de volar, los barcos de navegar, las chimeneas industriales casi se han apagado, y, fíjense Uds., el nivel de CO2 ha caído casi un 80 %, la criminalidad ha descendido un 50 %, algunos animales salvajes han invadido núcleos urbanos, la hierba ha crecido en los parques y como de una profunda hibernación la vida se despereza y, de pronto, los seres humanos exhiben su mejor arma de supervivencia: la desmemoria.
De aquel miedo paralizante de las puertas cerradas las calles están desbordadas de un deseo irresponsable y voluptuoso por volver a vivir como si no hubiera mañana. Los jóvenes y los no tan jóvenes se inmolan en los peligros de una recaída, con fiestas y reuniones multitudinarias con las que creen recuperar a sus amigos y la felicidad que les fue confiscada.
Ya dije en otro artículo que “la nueva normalidad será de lo más normal”. La vida se congela con los miedos, pero conserva la temeridad de un niño y la impertinencia de un abuelo.
Hemos perdido el miedo “tercermesino” y hemos vuelto a parir la desmemoria.
Volvemos a vivir “sin miedo a la muerte”, …hasta que el próximo miedo nos vuelva a congelar la sonrisa.
Luis León.
(…desde algún rincón de Madrid)