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columna

Santos y su encrucijada ante Caracas

por: Eduardo Mackenzie- 31 de Diciembre 1969

¿Por qué Nicolás Maduro acusa a Colombia de urdir un plan para derrocarlo? ¿Por qué ese súbito estallido de histeria de los líderes de la “revolución bolivariana” contra el presidente Juan Manuel Santos tras su entrevista en Bogotá con el líder opositor Henrique Capriles? ¿Cuándo fue que Bogotá aceptó la doctrina brezhneviana de la “soberanía limitada”?

Nicolás Maduro tuvo que haber creído  que Colombia estaba definitivamente bajo la bota de Caracas gracias al pretendido “acuerdo de Santa Marta” (1), y por lo que siguió después. Como Colombia aceptó hacer parte –en mala hora-- de Unasur, y el presidente Santos acomodó su diplomacia regional a las veleidades de Hugo Chávez, los de Caracas estimaron que los “neogranadinos” eran ya su colonia.  

Desde que Santos llegó al Palacio de Nariño, el 7 de agosto de 2010,  no sólo declaró que Chávez era su “nuevo mejor amigo”, sino que empezó a demostrar que esa frase iba muy en serio. Santos aceptó archivar y enterrar, sin ningún debate, como lo exigía con gritos destemplados Caracas, el plan para reforzar con Washington siete bases militares  colombianas, única posibilidad que tenía Colombia para equilibrar en ese momento la relación de fuerzas ante el armamentismo rampante, sobre todo aéreo, de Venezuela. Esa errada decisión mostró que la venia de Bogotá antes el gobierno tiránico vecino era real.

El  giro de Santos, cuyo capítulo mayor fue el abandono de la doctrina de la seguridad democrática y la entrada en contactos secretos con la dirección de las Farc, con ayuda de Caracas y de La Habana, fue la culminación de ese cambio brutal de políticas. A cada paso que Santos daba para alejarse del uribismo, su política interior y exterior entraba más en un molde  consternante.

La independencia de Santos frente a las orientaciones de su predecesor, la cual desconcertó a los uribistas pero no a los santistas, quienes adujeron que era legítimo cambiar de línea, no desembocó en la profundización de la democracia, ni en un reforzamiento de la posición geopolítica de Colombia. Condujo, por el contrario, a una pérdida de claridad y de autonomía de Santos ante el mayor amigo y protector de las Farc y a un debilitamiento de las posiciones internacionales de Colombia. El peor resultado de ese debilitamiento, hasta hoy, fue la pérdida de una parte considerable de la soberanía de Colombia en el Mar Caribe, por cuenta de un fallo irresponsable e inicuo de La Haya que Santos no supo ni prever ni evitar. Y que Nicaragua, Cuba y Venezuela habían tramado descaradamente.

Ante esos errores de análisis, Hugo Chávez vio que podía ir muy lejos. El déspota de Caracas siguió apoyando a las Farc y consolidó la relación de dominación que había logrado imponerle a Santos desde agosto de 2010, mientras que éste le daba a entender  a Colombia que la templanza de Chávez (quien finalmente no envió sus aviones Sukhoi a bombardear Barrancabermeja y Bogotá) era el fruto de su “habilidad negociadora”.  Lo que estaba ocurriendo era lo contrario: el decline de la coherencia interna y externa de Colombia.

Consecuentes con ese nuevo paradigma, y bien guiados por La Habana, las Farc acogieron la invitación de Enrique Santos, el hermano del presidente colombiano, para abrir las “negociaciones de paz”. Seis meses después éstas no han llegado a nada, pero las Farc están felices: piden que la farsa continúe y se prolongue más allá del gobierno de Santos. Tienen razón: esas negociaciones las refuerzan mucho.

Desde el comienzo, las Farc se propusieron llegar a un cogobierno con Santos, incluso antes de que las negociaciones terminen. Varios hechos muestran esa dinámica: la pérdida de la iniciativa de las fuerzas armadas frente a la violencia de las Farc, la guerra jurídica contra los militares, el hostigamiento contra el ex presidente Uribe y sus ex ministros, corrupción de la justicia, la ampliación de la agenda de las negociaciones de La Habana, la cascada de salvoconductos para los jefes de las Farc, la organización de asambleas  y sesiones de adoctrinamiento en universidades públicas, a las que debían asistir los voceros de los gremios económicos, para embolatar a la opinión y “socializar” las ideas de las Farc. Esto último es lo que Marshall McLuhan llamaba “masaje de masas” y lo que Lenin recomendaba como “agitación y propaganda”. Todo eso lo aceptó Santos, dándose las ínfulas, al mismo tiempo, de que él guiaba bien el navío estatal que los colombianos le habían confiado.

Pero no había timonel. El país empezó a verse sacudido en un mar de aguas agitadas. La promesa de Santos de conseguir la paz  generaba más miedo que otra cosa.  Miedo y del bueno. Se supo que los contactos en La Habana eran únicamente para llegar al "fin provisional del conflicto", y que para eso había que dejarles las armas y las redes de narcotráfico a los bárbaros, regalarles  30 escaños del Congreso, permitirles que copen los medios de información, garantizarles la total impunidad a sus crímenes, y fijar con ellos el futuro de la tierra, de la economía y de las libertades en Colombia. Y que había que trabajar todo eso en un tinglado controlado por los servicios secretos cubanos.

Ese pésimo negocio debía ser de espaldas a Colombia. Pero ante los ojos de Caracas y La Habana. Pues éstos dictan los objetivos de los diálogos, los puntos que se pactarán bajo la mesa, y la estrategia para burlarse de todo el mundo, incluyendo la Corte Penal Internacional y la comunidad internacional. Ellos controlan la táctica para hacerle tragar a los colombianos, a última hora, ese tremendo pastel envenenado.

Recordemos un hecho importante: durante la presidencia de Álvaro  Uribe, el presidente Hugo Chávez, mimando ser “mediador” de buena voluntad, intentó apoderarse del expediente de los rehenes en manos de las Farc y del “intercambio humanitario”, y trató de entrar en contacto directo con el comandante de las Fuerzas Militares de Colombia. Uribe lo paró en seco el  21 de noviembre de 2007. Ahora, la clique de Caracas, apoyada por Cuba, el Foro de Sao Paulo y los gobiernos del Alba, intenta hacer lo mismo con la negociación de paz: sustraerla al control mismo de Bogotá, pues sus intereses están en juego.  

¿Ante esa actitud de sumisión cómo no iban los iracundos Maduro, Cabello y Jaua  a jalarle las orejas a Santos por haber hablado con Capriles y haberlo protegido en parte contra la infame conjura pseudo judicial que la fiscal Luisa Ortega le está tendiendo para meterlo en la cárcel con acusaciones absurdas?

Cuando una democracia acepta entrar en juegos con una dictadura comunista corre muchos riesgos. ¿Qué hará Santos para aplacar a Maduro? ¿Presentará las disculpas que le piden? El “compañero Santos”, como dice Juan Alemán, un jefe del PS venezolano, debería estar aterrado ante esta amenaza: “Si Santos no se disculpa retiramos la comisión de acompañamiento en los diálogos de paz con las Farc”. ¿Se tragará Santos esa nueva culebra? ¿Escuchará a quienes le dicen, que responda: que se vayan cuanto antes? ¿Temblará ante la advertencia de que “el segundo más beneficiado de los diálogos de paz en Colombia es Venezuela”?  Esta frase de Juan Alemán indica que Caracas cuenta con esas negociaciones de paz para que las Farc lleguen al gobierno en Colombia, etapa previa para la captura del poder en Colombia.

Santos debería enviar un mensaje a La Habana y a Caracas: Colombia no es un país de “soberanía limitada”, como quiere el siniestro Iván Cepeda, quien en plena crisis Santos-Maduro vuela a Caracas para respaldar al venezolano e insultar a su propio país desde suelo extranjero.  Este señor quiere cerrarle las puertas a la oposición del hermano país como si Colombia fuera terreno conquistado por el madurismo. Veremos si Santos, para agravar sus problemas, se inclina ante la nueva orden de Cepeda.