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Santos y la impostura del fin del conflicto

Por Eduardo Mackenzie - 20 de Mayo 2013

Las Farc han convencido a los negociadores de Santos que la prioridad de los diálogos en La Habana no es alcanzar la paz en Colombia sino obtener “el fin del conflicto”.

Las Farc han convencido a los negociadores de Santos que la prioridad de los diálogos en La Habana no es alcanzar la paz en Colombia sino obtener “el fin del conflicto”. La diferencia entre  lo uno y lo otro no es tan tenue ni tan ininteresante como nos quieren hacer creer. Son dos escenarios muy diferentes.

Las Farc han dicho que no están dispuestas a entregar las armas sino que estas, si se llega a un acuerdo con Santos,  “desaparecerán” como “aparecieron”  cuando las Farc fueron fundadas. Esas armas ocultadas, estiman las Farc, son la garantía de que lo pactado será cumplido. Es decir, ellos desaparecerán posiblemente sus armas pero no definitivamente. (Columna: Las Farc no tienen voluntad de paz)

El mensaje que envían las Farc de esa manera es que ellas le firmarán un papel a Santos si este les garantiza lo que dice el “marco jurídico para la paz”, es decir la impunidad total a sus crímenes y la libertad completa para invadir el terreno político y mediático del país, más todo lo que están pidiendo en La Habana: la exigencia de la “reducción” de las Fuerzas Militares y la desmilitarización permanente de inmensos territorios del país mediante el pretexto de las “zonas campesinas” (los 42 mil km² de la época triste del Caguán no serán sino un pálido recuerdo de lo que quieren obtener ahora), y el cambio de la doctrina militar.

También querrán cambiar, por qué no, el sistema económico y el sistema de alianzas internacionales del país. A cambio de eso, y a partir de esa firma, el cese de las acciones armadas de las Farc será efectivo pero ese cese será únicamente provisorio.

Los ataques contra la sociedad y contra el Estado recomenzarán, desde luego, cuando las Farc lo consideren oportuno. Todo depende para ellas de la situación interna del país y de la evolución del campo internacional, especialmente de la estabilidad de las dictaduras que sostienen el proyecto de las Farc y del auge o decline del tráfico de drogas a nivel mundial. (Lea: "El proceso de paz no va para ningún lado": José Félix Lafaurie)

Sin embargo, obrar de esa manera tan hipócrita no será violar el acuerdo con Santos pues las Farc no habrían pactado con él desmantelar sus estructuras de fuerza y dejar definitivamente en paz a Colombia sino únicamente llegar a un “fin del conflicto”.

Las Farc no pactarán siquiera ponerle un fin definitivo al conflicto. Ellas aceptarían llegar a un fin provisional del conflicto. Esa perversión de los objetivos anunciados por Santos desde hace seis meses, cuando comenzaron los encuentros “confidenciales” en Cuba, ya ha sido aceptada por los negociadores de Santos. Ellos se tragaron ese cuento como si este no significara nada. La prueba es que uno de los negociadores, sin ser desautorizado por Santos, lo ha dicho en estos días explícitamente en Bogotá: el objetivo es obtener “el fin del conflicto”.

Ese fin del conflicto podría durar unos meses, mientras las Farc se reorganizan y refuerzan. Al conservar las armas, conservarían también una parte substancial de los guerrilleros (para ocultar las armas  hay que tener gente armada que las oculte). Cuando hayan mejorado su posición, y cuando lo decidan las dictaduras que alimentan la acción de las Farc (una parte de los jefes farianos seguirá obviamente en la clandestinidad o fuera del país tras el acuerdo) la agresión contra Colombia podrá ser reanudada con fuerza mediante la reactivación de aquella parte de los frentes más experimentados y cocaineros que no se habían desmovilizado. Y para ello contarán con la participación diplomática y hasta militar, por qué no, de los poderes vecinos desesperados.

No habrá pues ni entrega de armas, ni desmovilización real de las estructuras armadas de las Farc, ni paz. Es decir no habrá nada para Colombia y si habrá muchas ventajas para los narco terroristas. Una espada de Damocles penderá sobre el país gracias a esos falsos acuerdos. Eso es lo que Santos y las Farc pretenden que los colombianos aceptemos y que la comunidad internacional salude como un gran progreso y como un gran acto de construcción de paz en Colombia.  Lo que seguirá es el premio Nobel de la paz y la reelección del “presidente más progresista de todos los tiempos”.

Semejante traición a los intereses inmediatos y estratégicos de Colombia y del continente americano es lo que Santos quiere imponerle a la fuerza al país.

Quien no va tragar entero, sobre todo eso de la amnistía plena para los curtidos criminales de las Farc, lo de la ley de perdón y olvido que Santos dictó con el “marco jurídico para la paz”, será el Procurador General de la Nación, y con él las organizaciones y movimientos uribistas, y las mayoritarias corrientes auténticamente amantes de las libertades y del país. (Lea: "A la paz no se puede llegar a cualquier precio”: procurador general en su posesión)

Y en el campo internacional habrá el rechazo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Penal Internacional, y de las Ong, como Human Rights Watch que vienen diciendo desde hace meses que ni los crímenes de guerra ni los crímenes contra la humanidad pueden ser amnistiados ni indultados aunque haya en curso un proceso de transición de la guerra a la paz.

¿Cómo se llegó a esa situación aberrante en que los negociadores de Santos, que se supone están en La Habana para defender los intereses de Colombia, terminaron aceptando las propuestas de las Farc y traicionando a Colombia?

“Hay una regla general”, advierte el historiador francés Alain Besançon. “Cuando se está frente a un régimen ideológico, la primera cosa que hay que hacer, y la línea que hay que mantener hasta el fin, es rechazar sin discusión la descripción de la realidad que el plantea. Si metemos un dedo en el engranaje y si aceptamos que en esa descripción hay ‘algo de verdad’, si aceptamos, por ejemplo, que existen arios y no arios, y que, en consecuencia, existe un ‘problema judío’, estamos perdidos y la voluntad claudicará ante una inteligencia falseada. No nos queda otra cosa que suplicar a los ‘arios’ que resuelvan ‘humanamente’ el ‘problema’.

Besançon continua: “En la ideología, ese ‘algo de verdad’ que encierra el poder de seducción, es el lugar mismo de la mentira y de lo que es más falso. Esta regla se aplica a toda ideología y particularmente a la ideología comunista”.

Eso es lo que ha ocurrido en los diálogos de La Habana. Cuando los negociadores de Santos aceptan que hay “algo de verdad” en el planteo de las Farc  de que “el conflicto” fue engendrado “por la pobreza en el campo” y no por la decisión política unilateral de un partido que quería tomarse el poder para sovietizar al país, tienen que terminar admitiendo, como lo han admitido, que hay que hacer el cambio “revolucionario de estructuras” con y según los gustos de los terroristas. (Lea: "La contribución a la paz no se logra marchando”, Lafaurie)

Si los negociadores aceptan que “hay algo de verdad” en eso de que “hemos abandonado el campo colombiano”, y que por eso “los hijos de los campesinos no pueden llegar a las universidades ni pueden recibir servicios de salud”, tal descripción falsa de la realidad (pues exagerada),  los lleva directo a la impostura de que se debe hacer la “reforma agraria revolucionaria”, que se debe aceptar la expropiación de las mejores tierras “de los ricos” para dársela  “a los pobres” y que, en último resorte, el capitalismo debe ser abolido  y substituido por un sistema colectivista.  Y que la democracia es un fracaso pues ha causado tales calamidades.

En eso estamos en esos diálogos de La Habana. Hacia allá van las famosas “conversaciones de paz” y sin que nada logre parar el chorro demagógico de los señores Catatumbo y Márquez.

Como Santos, para pagarse una imagen de “presidente progresista”, aceptó discutir las fantasías y mentiras de una fuerza comunista derrotada, ahora están sus negociadores en un limbo teórico y político: no saben qué decir ni qué proponer. Pues están obligados a seguir esa lógica y a arrodillarse ante las soflamas de esos derrotados. Por eso toda Colombia, según ellos, puede y debe ser negociada.

Eso es lo que tiene desesperado y ofendido al país: la actitud inepta y insidiosa de un Estado democrático que termina capitulando, por los  desatinos egoístas de un mandatario,  ante una minoría terrorista.