La ideología de la paz no es lo mismo que el anhelo de paz. La primera inspira la posición del presidente Juan Manuel Santos. La segunda es la actitud de las mayorías colombianas. Entre la una y la otra hay un abismo.
La ideología de la paz lleva a la toma de decisiones erradas e incluso fatales: a capitular ante el enemigo, a la traición pura y simple. El anhelo de paz lleva a la resistencia y a la victoria sobre los generadores del conflicto.
La ideología de la paz está basada en diagnósticos falsos. Supone que la paz ha de ser perpetua y hasta total y que se puede llegar a ella tomando atajos y haciendo pactos secretos. Es una creencia utópica: pretende que la paz es alcanzable por una vía distinta al combate legítimo del Estado democrático contra el crimen y la subversión. Cree que la aplicación perseverante del derecho y de la justicia son vías fracasadas.
Para el pacifista a ultranza la solución está en la disculpa anticipada del agresor. El pacifista estima que los crímenes de este obedecen a circunstancias “sociales” y que el verdadero culpable es la sociedad. La paz, dice el pacifista, es el valor supremo: está por encima de la libertad, de la justicia, de la civilización. Él no cree en la victoria. Por eso dice: “En la guerra, cualquier bando puede llamarse vencedor, pero no hay ganadores, todos son perdedores” (Chamberlain). El anhelo de paz fue resumido, en cambio, por Churchill en una frase célebre: “No nos rendiremos jamás”.
A pesar de su disfraz deslumbrante, la ideología de la paz está llevando a Colombia al caos. La capitulación de Santos ante las Farc no tiene motivaciones explícitas. Sin embargo, es evidente que hay un juego de cálculo detrás de eso. Sus motivaciones son, en principio, intelectuales.Él parece movido por una ideología. A sus ojos, esta es muy respetable: la paz a ultranza, el pacifismo atorrante, la obtención de la paz al precio que sea. Eso se convirtió en su sola meta, en su única acción de Gobierno. Santos ve esa paz como algo cada vez más puro y alcanzable. Esa línea es, para él, la quintaesencia de la moralidad.
Guiado por esas creencias, Juan Manuel Santos escogió la paz venezolana, la paz cubana, la paz con las Farc. Él prefiere eso a cualquier otra salida. Entró en colaboración con ese bloque internacional antiliberal por pasión pacifista. Esta lo empujó a la colaboración con las Farc y con el bloque internacional que dirige a las Farc, el Gobierno de Cuba. Puso en manos de esa dictadura el desarrollo de las negociaciones de paz.
El grupo de la colaboración y de la entrega al bloque cubano, el núcleo de los pacifistas extremos --el presidente Santos y su hermano, y los altos auxiliares de ellos, Sergio Jaramillo, Eduardo Montealegre, Iván Cepeda, Roy Barreras--, son todos liberales “de avanzada” y/o comunistas. Todos son pacifistas como lo podían ser los comunistas rusos que, en 1919, en su Catecismo bolchevique, se definían así: “Los bolcheviques son los socialistas que quieren la paz eterna entre los hombres y entre los pueblos”. Decían eso, mientras exigían la acción ilegal a todos los partidos comunistas y la penetración subversiva de los ejércitos del mundo capitalista. Son pacifistas como lo podía ser Beria cuando enviaba en junio de 1953 los blindados soviéticos contra los manifestantes de Berlín-Este en nombre de la paz. Son ardientes partidarios del uso de la promesa de la paz para embaucar a los pueblos.
Todos ellos comparten un diagnóstico errado: Colombia fracasó en su larga lucha contra las Farc y, en consecuencia, la paz no puede venir sino de una claudicación y de una entrada en colaboración con ellas. Santos y su grupo excluyen proseguir toda guerra antisubversiva contra la internacional pro totalitaria que dirige Cuba en el continente.
Por eso hacen del expresidente Álvaro Uribe, líder de la línea de resistencia contra los planes de Castro, su objetivo a derrumbar preferente. Ven en Uribe y en su exitosa política de seguridad democrática la negación más patente de sus falsos diagnósticos. Es el enemigo a derribar por los medios que sean. En ese mismo campo ubican al exministro Fernando Londoño Hoyos, el más ardiente jurista y periodista del combate histórico de Colombia contra la ofensiva anticapitalista.
Santos y su grupo son indiferentes ante la angustia que genera en el país su línea de capitulación. Prefieren el desmantelamiento de la democracia a continuar una lucha sin concesiones, como hizo Colombia hasta 2010 con Uribe, y como hacen e hicieron otras naciones libres, contra la subversión armada comunista. La urgencia de la paz, de llegar al fin de la guerra, de erradicar el mal para siempre, objetivo utópico, los lleva a aceptar la opción más destructiva: la conquista castro chavista de Colombia.
Los lleva a pedirle al pueblo que siga pagando con sus vidas y sus bienes esa orientación. “Si quieren la paz tendrán que tragarse muchos sapos” ha dicho, en su habitual tono de desprecio, el presidente Santos. Santos es un anti-Churchill. Este prometía “sangre y lágrimas” en la lucha contra el nazi-fascismo hasta vencerlo. Santos pide a los colombianos “sangre y lágrimas” para llevarnos a la rendición ante el facho-comunismo.
Por eso su política rabiosa y vengativa contra los militares. Por eso sus venias ante la fanática guerra jurídica de los mamertos contra los militares. Por eso su intento de negociar bajo la mesa con las Farc la “reducción” del Ejército y el cambio de la doctrina militar colombiana. No le basta desmontar con las Farc las estructuras sociales, políticas y culturales del país, sino que también está dispuesto a negociar el futuro de las fuerzas de defensa y de seguridad de Colombia, a cambio de una paz, la paz respaldada por el bloque internacional castro-chavista.
Halagando a unos y hostigando a otros, el régimen busca la división de los altos mandos de las Fuerzas Armadas. Sus propagandistas muestran al Ejército como el generador de la guerra. Lo califican de “aparato criminal” que, no obstante, fue incapaz de vencer al bloque subversivo. Lo muestran así al mismo tiempo que con sus medidas contribuyen a su debilitamiento.
La violencia verbal y judicial del santismo contra la oposición liberal, conservadora y de centro va en aumento. El atentado contra el exministro Fernando Londoño en mayo de 2012 habría hecho parte de una carrera desenfrenada contra los críticos de la capitulación. La amalgama que hace Santos desde los micrófonos contra la oposición parlamentaria, el Centro Democrático, al cual muestra como “guerrerista”, “belicista” y “enemigo de la paz” (este es, en realidad, enemigo del colapso del Estado ante las Farc), busca satanizar la disidencia para que la opinión tolere la reducción de libertades y la represión más violenta contra aquella.
El pacifismo no obtiene la paz. La ideología pacifista crea más desastres que realizaciones. ¿Hemos olvidado la gran lección de Francia durante la Segunda Guerra Mundial? Creyendo que había una debilidad militar en Francia y que habría una larga hegemonía hitleriana sobre Europa, los pacifistas escogieron la paz que ofrecía el nazismo. El pacifismo fue un vector capital de la Colaboración. El gobierno de Pétain, donde predominaban los pacifistas de izquierda, escogió la pax alemana y pactó el armisticio con Hitler. Y Francia fue despedazada. Por el contrario, el General de Gaulle, en exilio en Londres, aunque no contaba con fuerzas militares suficientes, escogió la vía de la resistencia y salvó el honor y la libertad de su país. Un testigo de la época, Jean Cassou, escribió: “La Francia siguió existiendo gracias al hecho de que continuó la guerra” al lado de la Gran Bretaña y de los Aliados.
En Colombia, los enemigos de la resistencia pasan del pacifismo a la traición, llaman a la capitulación aún antes de que Colombia haya sido vencida por el imperialismo cubano. Su opción es alinearse con esa dictadura para que haya paz, aunque esa paz sea sin libertades, sin justicia, sin verdad, sin democracia, sin prosperidad, sin valores, sin humanismo, como en Cuba-Venezuela. Esa es la esencia de la opción santista, lo que se encuentra en el fondo de su estrategia de paz por la “vía negociada” que ha logrado seducir a algunos. Pero las mayorías comienzan a ver claro, ante los sobresaltos grotescos del tinglado de La Habana.