La hipótesis más utilizada en estos años para tratar de explicar el dramático giro que dio Juan Manuel Santos frente al problema de la subversión y del narcoterrorismo en Colombia tan pronto llegó al solio de Bolívar, es que él quiere obtener el Premio Nobel de la Paz. Esa hipótesis subraya que Santos ha sido cegado por ese objetivo, que él hace eso por ambición personal, para coronar su carrera política, sin importarle el destino del país que lo eligió presidente en 2010.
Esa hipótesis dice que Santos si llega a pactar la paz, o una forma efímera de paz, con las Farc, logro sin dimensiones históricas, pues esa “paz” duraría unos meses y no les pondría fin a 60 años de sangrienta agresión comunista a Colombia, tendría que ser recompensado, de todas maneras, con un premio de valor universal. Yo no creo que esa hipótesis sea válida. Ella no explica la conducta política de Santos, la cual millones de colombianos ven, a justo título, como una traición deliberada. Tampoco revela lo que Santos está haciendo con las Farc no se sabe desde cuándo. La hipótesis del Premio Nobel no expone las motivaciones que tiene el jefe de Estado colombiano al ceder en toda la línea ante los designios de las Farc. Creo, por el contrario, que esa hipótesis es alimentada por Santos mismo pues le ofrece, en última instancia, una coartada. Santos obra por razones ideológicas. Porque está convencido de que las Farc deben llegar al poder. Aquí lo del Premio Nobel solo juega como un desviador de la atención de la opinión pública. Lo de fondo es esto: Santos ha sido colonizado por la ideología que mueve a las Farc. El cuento del Premio Nobel oculta esa realidad. En su juventud, como tantos otros, Santos creyó encontrar en la revolución cubana la solución a los problemas latinoamericanos. Vio en ella una alternativa al liberalismo y aprendió a odiar la democracia, a su misma clase social y a quienes rompían con las supercherías marxistas, creyendo que estas ofrecían la transcendencia y un “pensamiento total”. Santos maquilló sus convicciones tras un liberalismo “de avanzada”. Nadie le pidió que cargara ladrillos y ostentara un carnet. ¿Esa postura lo llevó a hacer compromisos? El contenido exacto de eso ofrece un vasto campo de trabajo a los investigadores. En todo caso, al cabo de su experiencia como presidente, y del falso “proceso de paz”, Santos terminó, gracias al concurso y exigencias de los cubanos y de los chavistas, en pleno delirio psicótico: la paz es posible con unas Farc que no se arrepienten de nada, que luchan por el pueblo, que no deben pagar cárcel por sus crímenes, que no quieren entregar las armas, ni reparar a sus víctimas pues no tienen dinero, que nunca han traficado con drogas y que pretenden alcanzar el poder gracias al subterfugio de la paz para limpiar a un país manchado, que ellas combaten con saña y odio. Esas Farc que quieren montarse al poder con artimañas, ven a Colombia como un país “paramilitar”, “fascista”, “anticomunista”, “aliado del imperialismo” y, por lo tanto, como un país “liberal”, “conservador”, “falsamente democrático”, “explotador”, “excluyente”, sin “justicia social”, que hay que juzgar como un temible criminal mediante un delirante “tribunal para la paz” (ya acordado en La Habana) antes de arrasar con todo para reconstruir una “Colombia nueva” y socialista. Santos está convencido de que esa solución es necesaria y que las Farc son indispensables para instaurar una paz como la que esperan los castristas más consecuentes. Esa meta “histórica” vale todos los sacrificios. A eso se refiere Santos cuando habla de “tragar culebras”. Para él es legítimo que la minoría iluminada que él representa en el poder se imponga definitivamente mediante métodos solapados sobre un pueblo, pues este no ha llegado a un estadio de comprensión de esa radiante meta histórica. Su entente con Raúl Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro, sus servicios descarados a las Farc, y la persecución policial y judicial que montó contra los que denuncian el falso proceso de paz, son actos de sumisión consciente a una agenda internacional comunista que él comparte aunque no la controle. Ese programa de Santos, el más retrógrado y fanático que pueda haber tras el fin de la Guerra Fría y del triunfo del capitalismo a escala mundial, es repudiado por Colombia. Por eso, el proceso con las Farc está impregnado de violencia, obscuridad e injusticias. Y por eso la popularidad de Santos cayó al 13 %. Santos intenta prohibirle al país, a sus periodistas sobre todo, investigar y pensar el proceso de paz. Al hacer eso (mediante insultos, amenazas, procesos infames y destierros), él intenta prohibir que trabajemos por la defensa de la sociedad liberal contra la barbarie de nuestro tiempo. La agenda de Santos cuenta con una burocracia y unas mafias. Los colaboradores inmediatos del jefe de Estado, su hermano Enrique y los que fueron designados para que tramiten en Cuba esa entrega, han sufrido la misma colonización ideológica. No son ciudadanos libres. Ellos están penetrados por esa utopía cataclísmica y respetan una disciplina secreta. Son conscientes de que en La Habana nadie busca el fin de la agresión a Colombia sino la emergencia de un nuevo régimen. Saben que este le abriría avenidas a una dictadura y al exterminio de masa, pero se consuelan pensando que, como buenos marxistas, hay que abandonarse ante la fuerza de la Historia. Empero, esa fatalidad histórica es un fraude intelectual. No existe. La historia es el resultado de la acción de personas y de grupos humanos, que pueden ir hacia lo mejor o cometer las peores canalladas. Nada garantiza que se pueda avanzar en uno u otro sentido. El futuro no es forjado por el presente. Una democracia tranquila puede ser liquidada por una dictadura marxista. Y viceversa. Colombia no busca el socialismo y sí puede escapar a los exaltados que le proponen eso. Colombia busca el bienestar material y más libertades individuales, no la meta de Santos. La simplicidad de las ideologías, su poca o ninguna relación con la verdad, las hace atractivas. La ideología promete la salvación, bajo la forma de paz y libertad. Santos y su clique utilizan esa palanca irresistible sin poder remediar los daños que ya le han ocasionado al país. Con el mito del Premio Nobel desaparece esa intencionalidad, esa suerte de racionalidad. Santos es mostrado, entonces, como un demócrata sincero que comete errores. “Se está equivocando” dicen algunos. Y el falso proceso de paz aparece como un traspié, inaceptable solo porque carece de apoyo. La obra de Santos continúa no obstante a pesar de los llamados de alerta de todo el mundo, de lo que dicen los colombianos mediante las manifestaciones enormes de 2 de abril pasado, mediante los sondeos, a pesar del mismo fracaso de Santos en La Habana el 23 de marzo pasado. Continúa a pesar de las advertencias del procurador general Alejandro Ordóñez, de las críticas fundadas del expresidente y senador Álvaro Uribe y del Centro Democrático y de otras fracciones parlamentarias. El desmantelamiento del sistema democrático sigue. Santos actúa fuera del campo democrático, absorbiendo las funciones de legislador y de poder judicial, exigiendo que le den poderes especiales. Convirtiendo el más grande asesino de las Farc, alias “el paisa”, en negociador de paz, admitiendo que no es necesario que los colombianos validen o repudien el falso acuerdo de paz. Lo más aterrador es que Santos ve, además, lo que está ocurriendo en Venezuela. La destrucción de ese país, de arriba abajo, es un espejo en donde todos los colombianos nos vemos. Incluido Santos. Pero él sigue y sigue dócilmente a los actores del desastre venezolano. En Venezuela vemos los estragos de una ideología, la misma de las Farc y de los castristas, la misma que guía las falsas negociaciones de paz de Colombia. Santos sigue su camino hacia el caos venezolano, pero en terreno colombiano. Sigue en eso sin cambiar una letra a su agenda. ¿Por qué? Porque está animado de un voluntarismo revolucionario secreto, no de un tic de vanidad personal, ni por la ilusión de obtener un premio noruego. Lo hace pues él quiere que ese sea el destino de Colombia. La cosa parece demencial y lo es, efectivamente: es la demencia de la ideología castrista en su fase más desesperada, en su fase de agonía. El proceso de colonización ideológica de Santos es evidente a la luz de sus hechos y actos, no de sus discursos. Hay una divergencia entre lo hecho por Santos en estos años de “proceso de paz” y la retórica que él utiliza para justificar sus actos: parten en sentido contrario. ¿Cuánto durará ese juego? Hasta que Santos sea destituido por haber impulsado un golpe de Estado permanente contra las instituciones y libertades del país.