El 17 de marzo pasado, dos días después de que el presidente-candidato Juan Manuel Santos, 62 años, declarara que pretender derrotar a las Farc es una “utopía”, el general Jorge Segura, comandante de la Tercera División del Ejército de Colombia, que realiza en estos momentos una ofensiva contra esa guerrilla comunista en el sur del país, objetó: “Las Fuerzas Militares le están ganando la guerra a las Farc”. El no dijo que esa era su réplica a lo dicho por Santos. Empero, el tono y la cercanía de los dos enunciados sí permite pensarlo.
Aunque la prensa de Bogotá guarda silencio absoluto sobre las tensiones que existen entre JM Santos y las Fuerzas Armadas, ese fenómeno ya es inocultable. La bronca surge desde que Santos decidió abrir unas negociaciones “de paz” muy opacas con las Farc en La Habana, en octubre de 2012, bajo el patrocinio de las dictaduras de Cuba y Venezuela. Nadie le había pedido a Santos que abriera diálogos con el narcoterrorismo, pues su mandato era para que continuara, por el contrario, la obra de aniquilamiento de éste y de restauración de la seguridad, iniciada con gran éxito por su antecesor, el presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010).
Empero, Santos tomó otro camino. Prometió que esos diálogos le traerían la “paz definitiva” al país al cabo de seis meses. En realidad, esos contactos ya llevan más de un año y medio sin que se vea el final del túnel. La temática, precisa y limitada al comienzo, se transformó en un abanico de cuestiones que no se sabe hasta dónde irán. Pues todo es secreto. Por lo que logra saber la prensa, Santos está negociando cambios estratégicos, es decir el sistema económico, político, social y militar del país. (Columna: Venezuela o la nueva traición de Santos)
Las Farc dicen que no entregarán las armas, que no repararán a sus víctimas, ni pagarán un día de cárcel por sus crímenes. En cambio, entre otras cosas, piden millones de hectáreas de tierra con sus poblaciones (es lo que llaman “zonas de reserva campesina”) para continuar sus negocios, y disponer en las ciudades de una infraestructura política y mediática descomunal (curules en el Congreso, un periódico, una radio y una televisión) para difundir su ideología y su retórica totalitaria. Así, la negociación “de paz” no sería para que la subversión adhiera al sistema democrático sino para que Colombia acepte las ambiciones de las Farc. Tal manipulación del sentimiento de paz hace que los altos mandos, y gran parte de la ciudadanía, vean con horror la perspectiva que se está perfilando en Cuba.
Ese malestar se agravó a comienzos de febrero. Un semanario pro santista acusó a la inteligencia militar de estar “espiando” a los negociadores de Santos en el “proceso de paz” de La Habana. La revista decía haber “hallado” en Bogotá la oficina clandestina desde donde los militares hacían esas intercepciones “ilegales”. Antes de que la investigación judicial terminara, Santos ordenó la destitución y el traslado de varios generales, entre ellos del general Leonardo Barrero, comandante de las Fuerzas Militares. Después se supo que la acusación de la revista era inexacta y que no había nada de “ilegal” en esas actuaciones. No obstante, Santos desorganizó el grupo militar que monitoreaba a las Farc en Cuba, y cambió el alto mando militar y policial del país. Tal medida fue percibida como una concesión a los enemigos del Ejército, y así lo hizo saber Acore, la principal asociación de militares retirados. El General Barrero había hecho saber a Santos que no se podía negociar la “reducción” del Ejército de Colombia en La Habana, como quieren las Farc. (Columna: La cortina 'Andrómeda')
Incluso un miembro de la negociación en Cuba, el general (r.) Jorge Enrique Mora Rangel, se molestó con la campaña estigmatizadora contra las Fuerzas Militares y con la llegada de conocidos narcotraficantes a la “mesa de diálogo”. El general Mora llegó a sugerir que se retiraría del diálogo pero Juan Manuel Santos evitó su salida. Poco después se supo que el general Mora le había confesado al general Barrero que los dos principales negociadores de Santos, Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo, “se reunían con las Farc a tratar ciertos asuntos, reuniones a las que Mora no era invitado o, mejor, de las que era excluido”.
En esos mismos días, el vocero de uno de los partidos que colabora con el gobierno de Santos, propuso algo que alertó de nuevo a los militares: que una vez se firme la paz los guerrilleros de las Farc conformen una “guardia nacional” para descargar al Ejército de la tarea de vigilar las fronteras y las carreteras del país. De hecho, en esas regiones fronterizas, las Farc están proponiendo a las poblaciones de los dos países erigir “comités antiimperialistas” de lucha contra los acuerdos militares firmados entre Colombia y Estados Unidos.
La fuerza pública colombiana vive una cruel paradoja. Desde hace más de cinco décadas ella ha tenido que hacerle frente y derrotar a varias guerrillas marxistas, organizadas por la URSS, la China maoísta y Cuba. Hoy le queda por vencer a dos de ellas: las Farc y el Eln, las bandas criminales más sangrientas y depredadoras que haya conocido el continente americano. No obstante, el respaldo moral y jurídico que le debería dar el Estado colombiano a sus fuerzas armadas es deficiente.
Los miembros de la fuerza pública no pueden votar en elecciones y el presupuesto de Defensa, durante 40 años, fue paupérrimo. Solo desde 2002 este comenzó a ser reajustado para alcanzar un nivel aceptable. Y lo peor de todo: el Estado colombiano sigue negando hoy a las Fuerzas Militares el principal derecho que los regímenes democráticos le otorgan a sus fuerzas de defensa: el fuero o justicia militar.
Esa grave falla jurídica le facilita la tarea al narco-terrorismo. Este organiza montajes y procesos penales de hostigamiento, basados casi siempre en falsos testigos, cinco y diez años después de los hechos, contra miles de militares que son llevados así a cárcel y a la miseria. Todo ello debilita la moral de las tropas y paraliza las mejores unidades de combate, sin que esto preocupe especialmente a los poderes públicos.
Los tres procesos más absurdos, tramitados por jueces civiles fanatizados que violaron todas las reglas de derecho, afectan al general Jesús Armando Arias Cabrales y al Coronel Alfonso Plazas Vega, condenados a 35 y 30 años de cárcel respectivamente. Ellos son los dos grandes héroes de las fuerzas que derrotaron el ataque del M-19 contra el Palacio de Justicia de Bogotá, el 6 de noviembre de 1985, en el que los asaltantes secuestraron a 350 magistrados, funcionarios y empleados, matando a 42 de ellos y a 11 militares y policías. Ningún jefe de esa banda terrorista fue a dar a la cárcel, pero sí los jefes militares que rescataron ese día a 260 rehenes. El tercero, el general José Jaime Uscátegui, fue acusado de no haber impedido la masacre de Mapiripan, cometida por una banda criminal en 1997, aunque desconocía los planes de esta ni tenía mando sobre las tropas de ese lugar. Todo eso está probado y aún así, el general fue condenado a 40 años de prisión, en 2009, aunque había sido absuelto en 2007.
Precisamente, al momento de escribir esta nota, Acore y otras asociaciones de la Reserva Activa lanzaban una campaña, ante la sede de la OEA en Bogotá, para protestar por la “falta de garantías judiciales contra el General Uscátegui y demás miembros de la fuerza pública injustamente procesados”.
El 16 de marzo de 2014, una radio de Bogotá informó que el Ejército, a través de un comunicado, había rechazado las acusaciones de la prensa y pedido “que se respete el debido proceso”, de los oficiales que son investigados judicialmente. En ese turbio contexto psicológico-judicial, otro hecho de sangre aumentó el sentimiento de fastidio de los militares contra el Gobierno de Juan Manuel Santos. (Columna: Las víctimas de París)
El 16 de marzo, las Farc capturaron, torturaron y degollaron en Tumaco a dos policías desarmados. El Mayor Germán Mendez y el patrullero Edilmer Muñoz fueron atados a un árbol y ultimados con garrotes y cuchillos. El presidente se contentó con criticar lo ocurrido y no suspendió los diálogos de La Habana como muchos le exigieron. El ministro de Defensa y un agente de la ONU pidieron a las Farc entregar los asesinos de los policías. Estas justificaron su nuevo acto de barbarie y culparon al Estado.
Ante la actitud de Santos, Oscar Iván Zuluaga, candidato presidencial del Centro Democrático, el principal partido de oposición, anunció que enviará una comunicación a la Fiscal General de la Corte Penal Internacional de La Haya sobre el “macabro asesinato” de los dos policías y reiteró la exigencia de suspender las negociaciones. Si el presidente quiere unos diálogos “debe exigir el cese de toda acción criminal”, recalcó.
Hay pruebas de que las Farc, al mismo tiempo que dialogan con Santos en Cuba, dirigen desde allá la guerra contra Colombia. Este 6 de marzo, el periodista Ricardo Puentes difundió una conversación telefónica en la que Iván Márquez, el jefe negociador de las Farc, ordena explotar la bomba que mató a un civil en Pradera, Valle, el 16 de enero de 2014, y dejó gravemente heridas más de 60 personas. Otro “negociador” de las Farc en La Habana, Rodrigo Granda, había mentido al negar que las Farc hubieran cometido ese crimen. El Gobierno de Santos guardó silencio sobre la revelación de Puentes.
“¿Qué pensarán los miles de soldados, suboficiales y oficiales que todos los días arriesgan sus vidas para protegernos de las Farc?”, se preguntó otro periodista, Ricardo Galán, al saber que el presidente Santos estimaba que “pretender acabar totalmente con el último guerrillero es una utopía y nos tomaría otros 50 años”. Galán concluyó: “A juzgar por sus propias palabras, el presidente Juan Manuel Santos no confía en las Fuerzas Militares que comanda”.
No confía aunque estas ya han desbaratado varias guerrillas y anti guerrillas en el pasado y lo estaban haciendo con las Farc cuyos jefes fueron
obligados a esconderse en los países vecinos. Ese mal trato se debe quizás a que las Fuerzas militares de Colombia son legalistas y profesionales (ellas solo dieron un golpe militar en el siglo XX que duró cuatro años) y respetan el poder civil a pesar de la incuria y abusos de este. Nadie dice que hay de nuevo un ruido de sables en Colombia. Sin embargo, Santos podría estar jugando con fuego al prolongar un juego ambiguo de golpes y elogios a los militares sin responder seriamente a sus demandas de protección judicial y de transparencia en sus negociaciones con las Farc y en sus relaciones con la tiranía de Caracas.