Carta abierta al presidente Iván Duque Márquez
Señor Doctor
Iván Duque Márquez
Presidente de Colombia
Estimado presidente:
La crisis que se nos vino encima es tan protuberante que resulta innecesario ponerse en la tarea de hacer un inventario pormenorizado de sus hechos, sus escenarios y sus protagonistas. Todos la vemos y a todos nos toca.
A la crisis económica, social y de seguridad que veíamos acumularse con explosividad particular se le sumó, de un momento a otro, una crisis política de dimensiones telúricas. Y todo por causa de un error de proporciones descomunales.
No deja de llamar la atención que ahora aparezcan quienes comienzan a rodar la especie de que el proyecto de reforma tributaria fue, tan solo, un “florero de Llorente” y que las verdaderas causas del sismo vienen desde antes. Claro, esto tiene mucho de cierto; como siempre en la historia, como en todo presente. No obstante, esta vez los errores superan, en gran medida, al desacierto de un chapetón cascarrabias que se negó a prestar un jarrón.
Independientemente de las injusticias y los desequilibrios estructurales que nos aquejan y que cada día pesan más como insoportables, lo cierto es que la crisis política de hoy tuvo un detonante concreto, evitable, advertido, anunciado, impresentable, verificable.
El proyecto de reforma tributaria ofendió al país. Sí, lo hirió de manera grave.
Es que además del absurdo económico de haber pretendido aplicarle una reforma tributaria a una sociedad en pandemia, el país descifró, como en blanco y negro, actitudes que le chocan como un golpe en el hígado, sobre todo cuando provienen del gobierno.
En primer término, el país percibió que al Palacio de Nariño lo habita un mundillo indolente que, escudado tras un ropaje de tecnócratas, autocatalogados como descontaminados de toda política, no es capaz de sentir los dolores y las angustias reales que sufren los colombianos que ellos invisibilizan en ese mar de estadísticas con que juran que pueden interpretar el mundo.
Por otra parte, el país los vio como un mundillo intransigente hasta la necedad. Abundaron las voces de quienes les rogaron que no presentaran la reforma, que consideraran su improcedencia económica y social. Absolutamente todos los partidos les expresaron sus reparos. Y no me refiero, exclusivamente, a los partidos de oposición permanente; me refiero a los partidos aliados que les insistieron a más no poder. Vargas, Gaviria, Dilian, los conservadores, los cristianos. Es que ni siquiera tuvieron la prudencia de escuchar lo que les dijeron el expresidente Uribe y el Centro Democrático, su mentor y su partido de gobierno. Se dieron el lujo exótico de no escuchar a nadie, con todo lo que ello supone de irracional en una democracia.
En tercer lugar, el país los percibió haciendo gala de una inexperiencia insuperable; no solo para meter la pata sino, después, para intentar sacarla. Es muy difícil encontrar un ejemplo de impericia política comparable con el que mostraron en medio de la derrota legislativa de la reforma. Tanto así, que en vez de retirarla de forma sencilla y lúcida, optaron por ir descuartizándola, poco a poco, esos funcionarios por su cuenta, como por capítulos en una radionovela.
Por último, el país sintió en el gobierno una cierta imposibilidad para conectarse genuinamente con el alma de la nación. Empezó a transmitir la sensación de que no puede leer el sentimiento de la gente y que por ese camino no cuenta con la sabiduría básica para evitar llevar a la población a niveles inmanejables de desesperación y rabia.
A estas alturas ya no cabe la menor duda de que el rechazo a la reforma tributaria fue muchísimo más amplio que los sectores que salieron a marchar. La Colombia silenciosa, la que siempre nos salva, la que hace hasta lo imposible por salir adelante y nunca se mete en paros, esta vez también expresó su rechazo. Se necesita estar muy perdidos para no escucharla.
Este fue el coctel en medio del cual explotaron la crisis política y el caos.
Ni qué decir del vandalismo desbordado. Unos grupos sin Dios ni conmiseración con nadie, la mayoría aupados por organizaciones y economías criminales que siembran el terror en los barrios, que les dio por aprovecharse del momento para asaltar los negocios de la gente trabajadora, que se extasían cuando intentan destrozar como hienas a todo muchacho que se topen portando un uniforme de policía. Grupos de hampones que montan pantomimas de retenes rebeldes pero que en realidad son peajes adonde les cobran $ 20.000 pesos a los trabajadores humildes para dejarlos regresar a sus hogares, después de haber trabajado el día entero, tal como ha ocurrido en el puente de Juanchito en Cali, sobre el río Cauca.
Estas cuotas iniciales de las dictaduras del hampa que pretenden imponernos merecen escrito aparte.
Por lo pronto tenemos la urgencia de intentar una mirada más allá del dolor, la indignación y los escombros que nos han dejado los vándalos.
La democracia colombiana requiere de una lectura política seria, de una perspectiva histórica que no siga enredándonos en las miopías de quienes decidieron restringir sus horizontes hasta el extremo de creer que el mundo se divide entre antiuribistas, antisantistas y antipetristas.
Del caos de estos días nos queda un problema mucho más complejo que los escombros que recogeremos la semana entrante, tal como hemos tenido que recogerlos siempre.
Nos ha quedado un gobierno en un alto grado de soledad y sin mayor margen político para gobernar en un momento tan desafiante como el actual. Da la impresión de que el gobierno atraviesa un desierto sin el espacio necesario, aún para intentar aciertos.
Llegamos a una situación rarísima: no es que las campañas presidenciales se adelantaron, sino que el gobierno se percibe agotado muy prematuramente. Tan prematuramente que aún queda un trecho de quince largos meses para que llegue el 7 de agosto de 2022.
Quince meses en los que el gobierno tendrá que enfrentar, como mínimo, cinco retos monumentales: la pandemia en sus peores picos, la crisis económica y social más severa, el asedio de una criminalidad rampante en ciudades y campos, los embates ininterrumpidos de unas organizaciones sociales estratégicamente politizadas y, por si fuera poco, la campaña presidencial más polarizada de los últimos tiempos.
Es evidente que las circunstancias exigen un gobierno mucho más robusto que el que ha quedado de la conflagración actual y para robustecerlo son imprescindibles unas decisiones políticas excepcionales y un viraje de proporciones extraordinarias.
Claro está que será preciso abordar en la urgencia temas como la democracia, el dolor social, la economía y la seguridad. Sin embargo, corremos el riesgo de que nada de ello sirva si no enfrentamos el tema del gobierno en sí.
Se trata de comenzar por abrirse a aceptar buena parte de la naturaleza de lo ocurrido. Ya no basta el diagnóstico de que todo se debió a la mala presentación de una reforma tributaria en un mal momento. No. Se trata de aceptar que quienes lo rodearon en el primer anillo de su equipo de gobierno no fueron capaces de ver ni oír al país que deben gobernar. Y no porque fueran buenas o malas personas, tal como el maniqueísmo ramplón busca enrostrarlo, sino porque ese equipo no cuenta con el conocimiento suficiente de Colombia para poder gobernarla.
Estimado presidente, sabemos que Colombia es un país muy complejo históricamente y que, además, está atravesando por uno de sus presentes más volcánicos. Ello obliga a acudir con conciencia esencial a una noción que, tristemente, ha venido desdibujándose en el diccionario de las actuales generaciones políticas: la sabiduría.
Presidente, no basta rodearse de gente inteligente, nunca ha bastado. Es necesario rodearse de personas con la mayor sabiduría posible. Y hay que entender que la sabiduría nunca llega improvisada; para acceder, tan siquiera, a sus reflejos, resulta imprescindible aceptar la importancia de la experiencia y, sobre todo, de la experiencia de vida.
Yo aplaudo que haya optado por el Diálogo Nacional como camino. Lo aplaudo porque la decisión supone dos aciertos: el primero, que es la política la que debe llevar la rectoría y, segundo, que se escogió el diálogo como el instrumento pertinente de la democracia para buscar intentar la reconstitución de las fibras desgarradas de nuestro tejido social.
Pero tengo una preocupación: no veo que su equipo actual pueda realizar con éxito la descomunal tarea.
Lo primero que observo es que puede estar cometiendo el error de adelantar una tarea mucho más difícil que una reforma tributaria con el mismo equipo que lo condujo a la conflagración actual.
Cuando el gobierno retiró la reforma y el ministro Carrasquilla presentó su renuncia, pensé, sinceramente, que usted aprovecharía para sorprender al país con una recomposición importante del gabinete. Alcancé a sentir cierto optimismo al esperar que trajera a la cancha a algunos cracks con quienes podríamos tener la confianza de un mejor segundo aire para el país. Le confieso que sentí algo de decepción cuando lo vi jugar ese pequeño enroque de pasar a Mincomercio al Minhacienda y a Vicehacienda al Mincomercio. Me dejó el sabor de que aún no han comprendido el problema, de que aún no han entendido que se necesita un equipo mejor formado y que no es posible encontrarlo adentro sino afuera del Palacio de Nariño.
Lo segundo que observo es que ese equipo acusa una gran fatiga de su imagen pública, propia del desgaste que ha tenido el gobierno. Esto no tiene nada del otro mundo, salvo si no se entiende. Basta con ver que la inmensa mayoría de los deportes contemplan los recambios de sus jugadores.
Lo tercero que observo es que los altos funcionarios en quienes usted ha depositado la tarea del Diálogo Nacional no tienen el peso político y el reconocimiento social suficientes para adelantar la tarea.
Le insisto respetuosamente, señor presidente: ese equipo no tiene ni la sabiduría ni el reconocimiento social que se requieren para entenderse con el nivel de los interlocutores con quienes tendrán que encontrarse en el Diálogo Nacional. De hecho, en el Valle del Cauca tenemos ya la muestra. La dirigencia del departamento está pidiéndole a gritos que sea usted quien vaya a Cali a atender la situación en vista de que sus delegados no han podido solucionar nada. Ni la gente los escuchó ni ellos tuvieron nada qué decir.
Y no es porque sean malas personas y porque adolezcan de magníficas cualidades. Sencillamente, no cuentan con la trayectoria, el reconocimiento y la sabiduría que el momento requiere.
Estimado presidente, el Diálogo Nacional no puede fracasar.
No bastan la buena idea y un equipo con buenas ideas. Se necesitan realizadores expertos. En esto es bueno recordar del arte que no hay arte sin artista. Macondo jamás hubiera existido sin la faena magistral y titánica de García Márquez cuando escribió Cien años de soledad.
El Diálogo Nacional no puede confundirse con un extinguidor en manos de unos bomberos desesperados corriendo de incendio en incendio. Ojalá quienes lleguen a conducirlo tengan la sabiduría necesaria para comprender que es nuestra gran oportunidad de reconciliación, vida y futuro.
Cuando les comenté a algunos amigos mutuos que le escribiría esta carta, varios de ellos me dijeron que no perdiera el tiempo, que desde hace mucho tiempo usted dejó de escuchar.
Yo espero que no sea así y, de corazón, le pido a Dios que toque su alma y pueda escuchar, por el bien de nuestro país.
Un último consejo de amigo: enciérrese solo, lea los tres primeros capítulos del libro Proverbios de nuestra Biblia y converse un rato con Dios. Con seguridad Él estará esperándolo y le dará nuevos ánimos y buena sabiduría.
Con mis sentimientos de consideración y afecto de siempre.
Carlos Alonso Lucio