En su informe del 14 de enero, el Boletín de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (Anif) afirma: “el sector rural registra un aparente ‘pleno empleo’ del 5,1%, el cual se explica en parte por el auge del narcotráfico”. La frase proviene de uno de los más prestigiosos y serios centros de estudios económicos. La calidad de sus proyecciones y trabajos analíticos es bien conocida. Por ello no debería pasar desapercibida. Ningún problema de nuestra sociedad es más grave que el narcotráfico. Esta sombra nos ha perseguido desde mediados de los años setenta del siglo pasado cuando comenzó el auge de la marihuana en las zonas del Magdalena y la Guajira. A partir de ese momento, el negocio ha evolucionado y tomado una dimensión sin precedentes. El gobierno Santos dejó a Colombia con un área sembrada de más de 200 mil hectáreas, algo nunca antes registrado. Fue el resultado de la ambigüedad de una política de paz que no quiso nunca separar la dimensión política de la faceta criminal de las FARC. En el Acuerdo de Paz existe un capítulo de erradicación, pero el compromiso de la guerrilla en el control de este flagelo es indirecto y débil. Una vez finalizado el proceso, se inició el fenómeno de desbandada de muchos de los miembros de las Farc que hoy constituyen las llamadas “disidencias”. Coincide la explosión de estos grupos ilegales con las zonas donde tradicionalmente ha proliferado el narcotráfico. El proceso de paz agravó el problema de la droga. Durante cuatro años se dejó de combatir los cultivos y las organizaciones que los promovían. En zonas en del país como la costa Pacífica, Cauca, Putumayo y el Catatumbo se consolidaron fortines de la criminalidad. Las fronteras con el sur están hoy invadidas de coca que aprovechan el hecho de que Ecuador tiene la divisa estadounidense como moneda. Tumaco se convirtió en la capital del narcotráfico, esa “tierra de nadie” donde los capos colombianos y mexicanos actúan en total impunidad. El esfuerzo de este gobierno por recuperar el control territorial en esa región ha sido enorme. En el Catatumbo, el gobierno narco-criminal de Maduro es el aliado perfecto de los delincuentes que aprovechan el apoyo abierto de las autoridades venezolanas, untadas hasta el cuello en el narcotráfico. Regresando a la sorprendente afirmación de Anif, el hecho es de una gravedad suprema. En esta economía donde la creación de puestos de trabajo es uno de los mayores retos, tener un nivel de pleno empleo en el campo debería llenarnos de emoción. Pero en este caso nos brinda una clara dimensión de la magnitud del problema del narcotráfico en las zonas rurales. Decenas de miles de campesinos y jornaleros están hoy vinculados -por miedo o por interés económico- a estas actividades delictivas. El desafío que el Estado tiene que enfrentar para reducir este flagelo es descomunal. Volvimos a ser los principales productores de cocaína con todo lo que ello implica en el plano doméstico y el efecto negativo que tiene en nuestra imagen internacional. Anif pone de presente que el tamaño creciente de esta actividad ilegal la ha convertido en una fuente de trabajo principal para muchos colombianos. Los costos sociales de la droga siguen creciendo. **Miguel Gómez Martínez
Asesor económico y empresarial
migomahu@hotmail.com Portafolio, enero 22 de 2019**