Es un asunto sensible –repito– porque nadie podría estar en contra de la participación activa del ciudadano, como individuo u organizado en comunidades, ya sea para expresar sus necesidades o defender sus intereses; de la misma manera que nadie puede estar en contra del derecho de un campesino a poseer una parcela, o que nadie podría estar en contra o ser enemigo de la paz, como ha calificado el Gobierno a los contradictores del proceso de negociaciones.
El sistema escolar en Estados Unidos es buen ejemplo de ese deber ser equilibrado, pues a partir de unos lineamientos curriculares básicos, son los maestros y los padres de familia de la comunidad quienes deciden cómo se enseñarán las materias a sus hijos, e intervienen en aspectos administrativos, como la selección de docentes, todo ello a partir de juntas escolares.
¿Hasta dónde debe llegar la participación comunitaria?, es una pregunta que debe responder cada sociedad, dentro de un continuo entre la exclusión total del ciudadano por la vía de la imposición sin discusiones, propia de las dictaduras, y el cogobierno en todos los ámbitos de la administración, que termina haciendo inviable el manejo de la cosa pública y rompiendo el equilibrio buscado, precisamente por la injerencia directa de muchos y diversos intereses particulares, no pocas veces malsanos, que terminan destruyendo la vocación de interés general del Estado. No es casual que los gobiernos populistas empiecen por ese camino y terminen hermanados con las dictaduras. Basta nada más mirar hacia el vecindario.
Creo yo que la participación ciudadana o comunitaria debe nacer de algunas premisas: Primera: se debe desarrollar en el marco de la Ley, no debe rebasarla ni intervenir en las funciones que le corresponden al Estado, por delegación de esa misma ciudadanía a través del sufragio. No todas las decisiones públicas pueden derivar en procesos plebiscitarios o de ‘cabildo abierto’ que van en contra de la concepción de democracia y Estado de derecho.
Segunda: la participación comunitaria debería ser resultado de sistemas educativos incluyentes y orientados a dicha participación cívica, aunque reconozco que la educación es, en nuestro medio, la principal barrera de exclusión social y, por lo tanto, un inhibidor de participación y factor de aislamiento e indiferencia ciudadana.
Tercera: la participación debe ser desinteresada y en libertad, sin manipulaciones de ninguna índole, ya sean políticas, religiosas o, simplemente, económicas. Los individuos o comunidades que participan en esas condiciones ominosas, no lo hacen en su propio nombre sino en el de quien los presiona, y no se beneficiarán ellos sino su dominador.
El Gobierno conoce lo que ha representado para el desarrollo la obligación constitucional de consulta ciudadana para grandes proyectos de infraestructura de incuestionable interés general, pero bloqueados por “comunidades” y “minorías”, ancladas en creencias ancestrales, o bien, manipuladas políticamente por las Farc, cuando no por el terror de organizaciones criminales.
La participación no puede ser apenas un bonito discurso, sino un deber ser de la democracia, pero siempre y cuando no queme al santo que pretende alumbrar.