Está prendido el ambiente con el alza de los precios de los alimentos y todos buscan culpables. Que El Niño tiene la culpa, cierto. Que la devaluación encarece alimentos que hasta hace muy poco importábamos con un dólar barato, cierto. Que ante una mayor escasez coyuntural quienes tienen control de la oferta mejoran sus márgenes como buenos actores económicos, también cierto. Sin embargo, estamos enfrentando un problema que no solo se puede explicar de forma coyuntural ni por causa de un actor o un fenómeno particular. Como lo he venido expresando de manera sistemática en esta columna, el problema estructural de nuestro agro es su baja productividad. Buena parte de los productos que componen la canasta alimentaria de los colombianos, con unas pocas excepciones, mantiene los indicadores de producción por hectárea de muchos años atrás y muchos inclusive son menores. Y buena parte de los alimentos que han venido marcando fuerte en la inflación son productos provenientes de la economía campesina, sobre los que menos se ha hecho en cuanto a su productividad. Los fríjoles, un producto clave de la canasta familiar, han incrementado su precio durante el último año en más del 30 %, y constituyen el ejemplo perfecto del abandono sistemático de este cultivo. Pareciera que, como la canción Frijolero, de Molotov, los tratamos como un producto de segundo nivel a pesar de ser tan importante para miles de productores y millones de consumidores. Con el apoyo del Ministerio de Agricultura, estamos buscando resolver los problemas de la baja productividad del fríjol y de un buen número de especies agrícolas de la economía campesina con el Plan Semilla. Pero recuperar el tiempo perdido es una labor lenta y dispendiosa. A finales de 2013 iniciamos una labor de rescate de la producción nacional de fríjoles. En las zonas de producción conseguimos 28 variedades tradicionales de fríjoles que se encontraban degeneradas genéticamente y con diversos problemas fitosanitarios. En aquellos casos en los que no encontramos las variedades, acudimos a los bancos de germoplasma que sirven el loable propósito de preservar nuestra diversidad genética. ¿Por qué 28? Porque las familias del país consumen diferentes tipos de fríjoles según sus gustos y costumbres, por lo que tenemos que trabajar con un portafolio así de amplio. Los hogares consumen cargamantos rojos, blancos, mosqueños, mochos, radicales, bola rojas, bolones y balines rojos, nimas, calimas, blanquillos, radicalitos, sabaneros, caraotas y muchos otros, que llevan años degradándose sin el apoyo del Estado y que hoy son escasos y poco rentables. Para rescatar la agricultura de estos fríjoles y mejorar su productividad ha sido necesario limpiarlos de enfermedades transmitidas en la semilla, identificar en lotes experimentales las familias de autohermanos que componen todas las variedades para mejorar su genética y su calidad fisiológica con el propósito de producir la semilla básica y, ahí sí, entregarla de vuelta a los campesinos para que la multipliquen. Esto toma, apurándole, hasta principios de 2017. A finales del 2017 estimamos impactar unas 15 mil hectáreas y de ahí en adelante prácticamente toda la producción, que en 2015 fue de unas 103 mil hectáreas y debe crecer. Resolver los temas de productividad rara vez genera aplausos como sí los generan las políticas asistencialistas que hemos visto en los últimos 20 años en nuestro agro. Aumentar la productividad requiere que, independientemente del ministro de turno, la investigación, la asistencia técnica, y esfuerzos como el del Plan Semilla perduren. * Publicado en Portafolio el 17 de febrero de 2016.
Juan Lucas Restrepo I.
Director Ejecutivo Corpoica @jlucasrestrepo