“Me sorprende que nosotros, de este lado del escenario, estemos todos llorando y que del otro lado no haya habido una sola lágrima”.
Así les reclamaba Ingrid Betancur a los miembros de las Farc en la “diligencia de reconocimiento” del secuestro en la Comisión de la Verdad; así les dijo que no creía en su arrepentimiento; que no veía en sus palabras y actitudes, esa necesidad de pedir perdón y de ser perdonados, que las víctimas quisieran ver… y que nunca verán.
Yo tuve la misma percepción viendo a Lozada evadir el perdón con sonrisita nerviosa, a Alape reduciendo todo a un “error político”, y a Timochenko, más preocupado por su botella de agua, leyendo su perdón y tratando de convencer de su sinceridad. No en vano Ingrid le ripostó a Lozada: “Yo quería oírlo hablar desde su corazón, no desde la política”.
Así concluyó la tarea de la Comisión de la Verdad frente al secuestro, con una especie de “sesión solemne” para un proceso de impunidad que inició cuando las FARC, en coro con Santos, pregonaban que el centro del Acuerdo eran las víctimas, hasta que lograron su verdadera prioridad: una justicia que les garantizara impunidad.
La JEP no solo desbarató nuestra institucionalidad jurídica, como demostró la garrotera con la Suprema por el caso Santrich, mientras el señor se les volaba, sino que atropelló los principios del derecho penal, anclados en el viejo derecho romano, que diferenció entre “crimina”, los ilícitos “públicos” que, por su gravedad, afectan a toda la sociedad y, por tanto, deben ser castigados “públicamente” a través del Estado, y “delicta”, o delitos “privados” que afectan derechos particulares, hoy llamados “querellables”.
El castigo público –y qué castigos los de entonces; a Jesús lo torturaron y crucificaron– buscaba dar un mensaje a la sociedad, y ese sigue siendo el papel de la justicia, hoy desvirtuado porque la impunidad es un mensaje perverso, en una sociedad contaminada por el narcotráfico que corrompe y financia la violencia y el caos que sufrimos.
Con respeto por las manifestaciones de las víctimas, sentí que, otra vez, como en La Habana en 2014, fueron solemnemente utilizadas para legitimar socialmente a sus victimarios; porque la legitimación de su impunidad fue un logro temprano, un compromiso de Santos mientras prometía que no la habría para delitos atroces.
La misma JEP, en enero, les imputó a los miembros del Secretariado “crímenes de guerra y de lesa humanidad”, pero siguiendo su “libreto” de impunidad, en abril los señores reconocieron esos delitos –fácil–, después de lo cual siguen procesos de trámite que terminarán en penas “restaurativas”. Así, el horror de ¡21.369 secuestros! será castigado sembrando remolachas y dizque con restricción de libertad, o bien, con la curul en el Congreso que ya disfrutan.
Es inaceptable. El Estado no puede renunciar a su deber de castigar, con generosidad transicional, pero sin impunidad, los delitos que afectan a la sociedad. Al margen de su origen ilegítimo en el atropello al plebiscito, la JEP debe ser objeto de un gran debate nacional. No está blindada, como quisiera Santos, porque, dentro del respeto a los fundamentos de la democracia, no hay inamovibles en el Estado de Derecho.
La violencia trae más violencia, es cierto. Ahora mismo, la embajadora en Suiza, Sofia Gaviria, hace señalamientos de víctimas de las Farc asesinadas en el Huila por atreverse a hablar ¿A quiénes les interesa que callen? Y si a la violencia le sumamos un mensaje social de impunidad, estamos frente a un salto al vacío para una sociedad civilizada… y frente a más lágrimas derramadas.
@jflafaurie