Me encuentro entonces con una primera realidad: que un kilo de papa vendido al consumidor por parte de los grandes comercializadores puede tener un precio promedio de $2.300. Hasta aquí, para unos puede ser barato, para otros será caro.
Pero también entre ires y venires me encuentro con una segunda realidad, ya no tan amable ni de grandes capitales dedicados a la comercialización. Es ver a nuestros pequeños productores de papa al lado de la carretera tratando de vender su cosecha.
¿En cuánto? pregunto: 10 mil pesos el bulto (unos 50 kilos), me responde un hombre de campo, ya con sus años encima, que se dedica a lo único que tal vez sepa hacer: trabajar su tierra.
No es justo, que mientras el productor agropecuario debe sufrir las afugias del clima, de las plagas, de la inseguridad, de los créditos; las grandes superficies no aflojan en los precios para poder estimular el consumo en estas épocas tan críticas de Coronavirus y crisis económica.
Más aguda es la situación con nuestros productores de leche que apenas pueden aguantar un día con la producción antes que comience a dañarse. Mientras tanto, y en medio de este año 2020 para el olvido, el precio al consumidor de yogures, quesos y leches sigue al alza, de a pocos, para que nadie lo note.
Sin duda, es necesario que el eslabón de la comercialización sea consciente de las realidades actuales, al menos esta vez, y que disminuya su atractiva rentabilidad para que el consumo pueda jalar para adelante. No solo se gana con inmensos márgenes, también se gana por volúmenes vendidos.
Pero, además, en este planteamiento de estímulo del consumo no debemos dejar atrás el papel de las políticas públicas y de quienes las promueven. Me llama la atención ahora, como en Bogotá, una de las ciudades de Latinoamérica a las que más golpea el hambre, se promueva que se deje de comer carne por un día, “apelando” a razones ambientales, no científicas.
Un día sin carne, económicamente representa poco más de 4.700 millones de pesos en pérdidas para la cadena de valor. Contradictoria tal propuesta, pues “la gobernante” actual de la ciudad habla, habla y habla de promover la dinámica de negocios en la ciudad. ¿Mucho hablar, poco hacer?
De otro lado, es bien conocido que los agentes más contaminantes en Bogotá son el automotor, especialmente la flota diésel de autobuses públicos, y el químico industrial. Pretenden ahora asignarles las culpas de la contaminación de la capital a 33 mil bovinos que se encuentran en sus zonas periféricas. ¿Será la culpa de la vaca, o de los policy makers bogotanos? Sin duda, la segunda.
Ojo para donde nos llevan. De un lado comercializadores pensando solo en sus estados financieros, sin dar medianamente la mano a nuestros productores agropecuarios; y de otro, funcionarios públicos promoviendo la restricción de libertades hasta decidir qué debemos comer. Ni jala el burro, ni ayuda el asno.
@ojcubillosp