Pelear con los hijos es lo más doloroso que uno pueda vivir, pero existen límites éticos que uno no puede trasgredir. De lo contrario, la vida no tendría sentido.
Yo tengo un hijo que se llama José Antonio. Es mi hijo mayor. Y Gabi, su mujer. Los quiero como a dos hijos porque uno aprende a querer a las parejas de sus hijos como a sus propios hijos.
Ellos tuvieron un hijo hace poco. El niño apenas tiene seis meses y me tiene bobo. Yo nunca creí que eso de ser abuelo fuera tan de verdad. Es mi primer nieto y siento que nadie entiende lo que eso significa.
Pero no importa que nadie me entienda. Uno sabe que la vida tiene unas dosis de ingratitud que nadie puede ahorrarse. Aunque duela, eso lo paga uno tranquilo. Como paga uno el IVA cuando se come una hamburguesa.
Tengo que reconocer que Gabi ha sido una gran mamá. Ella ha alimentado a Salvador con su teta y eso se le nota al niño. No importa la hora que sea, cada vez que el niño pide, ella se levanta y le da de comer. Que si son las tres o las cuatro de la mañana, ella se levanta y le da.
Para qué, eso hay que reconocerlo.
Es más, mi hijo también ha salido buen papá. Eso hay que reconocerlo.
Pero tienen unas teorías que en mi opinión son violatorias de los Derechos Humanos. Y no hay trapitos con qué cogerlos. Un día las abuelas dijeron que lo mejor era darle al niño agüita de anís y Gabriela salió con que Google decía que el agua de anís era un cuento chino. Otro día fuimos a un restaurante y fue José Antonio el que no me dejó darle Coca Cola, como si él no se hubiera tomado toda la Coca Cola que quiso cuando era niño.
Pero lo que ocurrió esta semana sí es el colmo.
Llegó el momento de hacer el tránsito de la teta a la gastronomía. Es un tema crucial. Salvador nunca dejará de vivir la gastronomía, hasta las últimas de sus días. Aunque también es cierto que los hombres nunca dejamos la teta del todo.
En la tradición de mi familia, cuando llegaba el momento, lo que mis abuelos le entregaban al niño para que se estrenara era un chicharrón bien grande para que se le fortaleciera el estómago. O por lo menos, eso era lo que decían. Pienso que algo de razón tenían. De los siete hijos que tuvieron, tan solo a uno tuvieron que operarlo del colon y el mayor montó un restaurante muy exitoso en Cali. Tal vez fue por cuenta del chicharrón que le puso el Café Gardel.
Yo les he insistido a José Antonio y a Gabi que tengan sabiduría en el manejo de este momento del niño. La vida nos ha enseñado a los abuelos lo importante que es un niño. A veces nos damos golpes de pecho por no haberlo sabido mejor cuando estábamos criando.
Inclusive, uno llega a entender que hay cosas que no ha debido de haber hecho. Por ejemplo, una bandeja paisa no ha debido dársela al niño antes del primer año. Aunque de todas maneras se criaron y de alguna manera aprendieron lo que tenían que aprender.
Pero estos muchachos me mandaron un video de la primera vez que le dieron al niño un alimento distinto a la leche materna. Y no sé cómo se les ocurrió que tenían que dárselas de veganos. Eso es mucha falta de juicio.
Imagínense ponerlo a uno a cambiar la teta por una compota sin dulce, sin sal, sin aceite, sin color, sin pecado. Esa güevonada traumatiza.
Ayer estuvimos almorzando con Ilva Miriam Hoyos, la mujer que más sabe en Colombia de los derechos de los niños, y le comenté el tema. No pudimos terminar de comer porque quedamos espeluznados. Quedó en que me diría cuál es el mejor camino jurídico para defender a mi nieto Salvador. Si será la tutela o la Acción de Cumplimiento, si será la Acción de Grupo o el simple Derecho a la Protesta. Por lo pronto quedé de mandarle la prueba reina de la arbitrariedad que están cometiendo mis hijos con mi nieto.
Coca Cola mata tinto.
Y aquí está el vídeo