Las fotografías aliadas, que hacen parte de la historiografía del holocausto, nunca han sido censuradas y, por el contrario, todavía son difundidas para que la humanidad no olvide. Una de ellas, a propósito, utilizada en su momento por la prensa nacional, es casi una copia de los horrores que soportan los secuestrados por las Farc.
En junio de 1974, hace más de 40 años, un fotógrafo vietnamita tomó la instantánea de una niña desnuda, de apenas nueve años, que corría aterrorizada y quemada por el napalm. Esta fotografía, una de las más famosas de todos los tiempos, no solo ganó el premio Pulitzer, sino que contribuyó a poner fin a una guerra que aún pesa en la memoria de Estados Unidos.
Hace unos días, la representante María Fernanda Cabal, haciendo uso del deber de denuncia que le corresponde como ciudadana y le obliga como vocera de los colombianos que la eligieron en las urnas, publicó una foto de una niña asesinada por las Farc y, en ciertos sectores de la sociedad polarizados por los diálogos de La Habana, la publicación surtió un efecto contrario y sorprendente: En lugar de convertirse en condena para los asesinos y en presión para exigir reconocimiento de las víctimas, perdón y reparación en las negociaciones con las Farc, se volvió en contra de la denunciante, que ha sido objeto de una nueva dosis de matoneo público.
Los más benévolos calificaron la publicación de “inconveniente”; otros la acusaron de alimentar el odio y utilizar el dolor con oportunismo político, cuando no de calificativos irrepetibles, y una funcionaria pública anunció investigaciones por presunta violación de la ley de protección a menores.
Es el mundo al revés. Hace unos meses rendí homenaje en esta columna a una niña indígena de 3 años, que murió cuando un tatuco cayó en su vivienda mientras dormía, y a la hija de un policía que murió víctima del odio –ese sí furibundo– de las Farc. Son miles los niños a quienes las Farc les han robado su infancia, porque sus padres fueron asesinados, porque ellos mismos fueron desmembrados por una mina asesina, o han sido desplazados y mendigan en las esquinas de las ciudades. Miles los que, en lugar de pasar su infancia entre las aulas y la familia, en medio de los juegos de una época despreocupada, han sido explotados económica y sexualmente; niños obligados a jugar a la guerra con fusiles de verdad y en una guerra de verdad.
Una sociedad puede y debe perdonar, pero la única manera es conociendo la verdad, sin tapujos ni fariseos aspavientos. En aras de la paz a toda costa, no se puede estigmatizar ni judicializar la construcción de memoria sobre lo sucedido, por macabro y doloroso que parezca.
Es deber de las autoridades proteger a sus niños vivos, para no tener que llorar las fotos de sus niños asesinados. Y nunca pueden ocultar a estos últimos, porque lo que no debe hacer una sociedad es meter la cabeza en un hueco, como el avestruz, para negar la realidad. Lo que no puede hacer una sociedad es olvidar, sobre todo cuando se trata de los crímenes contra la semilla de su propio futuro.
La paz debe empezar por los niños; ese es mi mensaje de año nuevo.