Sin arrepentimiento ningún acuerdo de paz es posible. Sin el arrepentimiento del agresor la paz es inalcanzable. Ese es el nudo gordiano de la actual negociación de paz: los jefes de las Farc están a años luz de alcanzar esa lucidez, esa altura moral, esa nobleza de espíritu indispensable para que ellos puedan reconciliarse verdaderamente con el país que han martirizado durante más de 60 años, para entrar, realmente, en un nuevo comienzo.
La noción de arrepentimiento es central en todo esto. Es la lección más profunda dejada por Nelson Mandela y Frederik de Klerk. Si esa noción es descartada, como lo ha sido hasta ahora en Colombia, es imposible llegar a algo serio en materia “post conflicto”. Jamás habrá un “post conflicto” en Colombia sin ese elemento. Un compromiso de arrepentimiento sincero del agresor debe llegar de alguna manera.
La solución que aportan las Farc a ese problema es irracional: el arrepentimiento debe venir de las víctimas. El arrepentimiento del victimario debe ser substituido, judicial y mediáticamente, por el arrepentimiento de sus víctimas.
Las Farc son las causantes de la guerra total subversiva y de las sub violencias que el país ha sufrido desde 1954 hasta hoy. Sin la destrucción institucional y moral que ellas realizaron, el país habría superado esas otras calamidades (las otras guerrillas, los carteles de la droga, los paramilitares, la corrupción, las bacrim), como lo hicieron otros países.
Las Farc atacaron de manera implacable a Colombia, a sus ciudadanos, a sus autoridades elegidas, a su Estado democrático, a sus fuerzas económicas, a su vida cultural y espiritual. Y al hacerlo creían que tenían derecho a hacerlo. Creían que estaban haciendo el bien.
Eso era lo que su ideología les dictaba. Esta les impedía oír el clamor contrario de millones de ciudadanos y de sus representantes. Esa violencia total, abierta y soterrada, contra el país, es lo que los jefes extranjeros de las Farc, las dictaduras totalitarias que más daño le hicieron al género humano, y ahora el Foro de Sao Paulo, les decían y les dicen: ustedes son la vanguardia de una revolución luminosa, ustedes representan la esperanza de la reconstrucción violenta de un mundo colectivista contra la despreciable democracia burguesa y el detestable mercado libre; ustedes son la avanzada de los forjadores de un mundo ideal donde el Estado de derecho habrá sido aplastado y donde el “individuo egoísta”, tan fustigado por Marx, habrá sido transformado en el “hombre nuevo”, en el homo sovieticus que los bolcheviques rusos trataron de forjar durante 70 años, hasta que su experimento catastrófico se derrumbó, por su absurdo interno, en 1991.
¿Puede alguien con semejantes convicciones entregar las armas, renunciar de un día para otro a la fuerza e integrarse a un universo que se pretende regido por la ley, la discusión y la moral?
Aunque los jefes terroristas digan y prometan que, en la fase de “post conflicto”, ellos serán los hombres y las mujeres más razonables, más pacíficos, encantadores, fraternales, solidarios y, sobre todo, los más “avanzados” en cuestiones de democracia, nadie les creerá ni la primera letra de su primera frase, si no hay arrepentimiento.
Como esa noción no fue invocaba en estos años de negociación en Cuba, los resultados son terribles. Las Farc están convencidas de que ellas no tienen nada que expiar, nada que explicar, nada de qué arrepentirse. No son culpables de nada. Los culpables son los otros. Bien azuzados por la dirigencia cubana, insisten en que se reconozca más bien la “responsabilidad principal que tiene el Estado en el conflicto colombiano”, y que se reconozca la “culpabilidad” de las empresas y la “culpabilidad” del Gobierno de Estados Unidos, y hasta la de los “servicios de inteligencia británico e israelí”.
Esa visión paranoica que traslada la culpa de las Farc al mundo entero, es la que acaba de presentar en La Habana, ante periodistas, Luis Alberto Albán, alias “Marco León Calarcá”, negociador del grupo terrorista. Ese individuo cerró aún más las puertas al exigir que una “comisión de la verdad” valide esa falsificación, ese esquema absurdo de las culpabilidades y decrete que aquí no hubo sino un “conflicto” entre partes iguales (eufemismo que ellos impulsan para impedir que se hable de las víctimas que las Farc han generado en 60 años de atrocidades).
Esa “comisión de la verdad” deberá imponer, dice Albán, la más grande mentira –la de la responsabilidad “principal” de las víctimas de las Farc--, “antes de la firma de un eventual acuerdo final”.
El mensaje es claro: Timochenko no firmará ninguna paz. Cuando Santos afirma que se está muy cerca de la paz, miente. Ellas firman la paz cuando el Estado, el Gobierno y la sociedad, acepten el programa de Tirofijo. Prolongarán, eso sí, las “negociaciones” hasta donde puedan, para no perder las ventajas que Santos les ha otorgado. La aventura en La Habana les permitió poner en lugar seguro una parte de su dirección, reforzar su accionar criminal, paralizar en parte la fuerza pública, intoxicar la prensa y el país con amenazas y promesas. Sobre todo, les permitió crear módulos legales de impunidad, definir quién es o no víctima y lanzar “escenarios” que les eviten pagar un peso a sus víctimas.
El más reciente exige crear un “fondo especial para la reparación integral de las víctimas”, por un monto “equivalente al 3 % del PIB anual”, nada menos, con dineros, no de las Farc, sino de los impuestos que pagan los colombianos. Y, claro, buena parte de ese fondo irá a parar a las manos de las Farc pues ellas son las mayores víctimas del Estado. Solo les falta pedir a los países “victimarios” (Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel) que también subsidien a la “víctima Farc”. Ante ese ramo de alucinaciones el Gobierno y los negociadores de Santos siguen creyendo que la paz está a la vuelta de la esquina.