No me alegra ni poquito la crisis de la Coalición de la Esperanza, ponerle zancadillas y no jugarle limpio, termina siendo un acto tremendamente irresponsable.
Se puede discrepar de muchos planteamientos de Alejandro Gaviria, pero no es limpio dejar de reconocer su dignidad y sus enormes cualidades
Realmente, la zambapalos le cayó encima a toda la Coalición de la Esperanza.
Comienzo por decir, con toda franqueza, que no me alegra ni poquito lo que está ocurriéndole a esta coalición.
También dejo en claro que mis afinidades políticas no coinciden con ninguno de sus candidatos ni con su significado general en el espectro de la política colombiana. Me parece que la lectura que hacen los progresistas es demasiado light y centralista como para entender a fondo el tamaño y la complejidad de los desafíos que tenemos. Cada vez que los escucho me convenzo más de que ellos no entienden el alma nacional. Son demasiado postmodernos como para sentir las vibraciones de la colombianidad.
Y si un líder no logra conectar sus latidos con el palpitar de su nacionalidad, nunca será capaz de despertar las reservas anímicas y morales que necesitamos para dar el salto hacia adelante.
No obstante, siento una preocupación verdadera por el terremoto que están sufriendo.
Para nadie es un secreto que estamos parados frente a unas elecciones altamente peligrosas. El momento es extraordinariamente riesgoso porque, además de las amenazas clásicas de la pobreza, la corrupción y la violencia, esta vez nos amenazan proyectos que tienen el propósito de aprovecharse de la democracia para terminar acabando con ella. No es mentira que nos estamos jugando el acumulado democrático que hemos logrado construir contra viento y marea a lo largo de toda nuestra historia.
Me aterra el riesgo que corremos de tener que ver a los colombianos recorriendo las carreteras del continente, implorando la solidaridad de otros pueblos, tal como hemos tenido que ver el sufrimiento de nuestros hermanos venezolanos.
Hay una frase bíblica que le sirve de advertencia a nuestra nación: “Por lo tanto, si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer”.
Basta conocer el relato adolorido que hace el gran escritor nicaragüense Sergio Ramírez, desde su exilio, sobre cómo se dejaron engañar sus jóvenes y sus empresarios y sus profesores y sus periodistas y sus clérigos, con la piel de ovejita que se puso Ortega durante la campaña de 2006.
Hoy Nicaragua está secuestrada por un personaje que se prometió como presidente y se cumplió como dictador, y muchos de esos jóvenes y empresarios y profesores y periodistas y clérigos y políticos y candidatos que le creyeron el embuste, hoy están muertos, presos, exiliados o sumidos en el más humillante de los silencios.
Cuando leo las noticias sobre la crisis de la Coalición de la Esperanza, me doy cuenta de que ni los políticos ni los periodistas actuales han comprendido que la única forma de vivir la democracia es cuidando de ella.
La democracia tiene una característica: No es posible cosecharla sin cultivarla al mismo tiempo.
La democracia es como la vida: sus fortalezas nunca pierden el decoro que le brindan sus fragilidades y sus fragilidades nunca dejan de hallar su sosiego en los bríos de sus fuerzas.
Sin esta contradicción genuina no podría vivirse la libertad. Podría decirse que es el precio de la Libertad.
Por eso es importante que los dirigentes políticos actuales lleguen a comprender que en la democracia su única preocupación no puede seguir siendo la de derrotar a sus adversarios.
En la democracia también es clave que los dirigentes entiendan que hay que cultivar a sus adversarios.
La democracia solo es posible si se construye entre demócratas. No es posible la democracia sin demócratas y, menos aún, con antidemócratas. El pluralismo y la diversidad de la democracia solo son posibles si sus dirigentes, no importan las diferencias, son demócratas.
Y digo que no me alegra ni poquito la crisis de la Coalición de la Esperanza porque, aunque no me gusten sus planteamientos, estoy convencido de que sus candidatos son verdaderos demócratas y son personas que merecen todo el respeto y la consideración.
Es muy importante que esa gran cantidad de colombianos que piensan como ellos, encuentren en ellos sus formas legítimas de expresión, participación y decisión.
Palabras más, palabras menos, la democracia colombiana necesita la presencia activa y propositiva de la Coalición de la Esperanza.
Por eso, ponerle zancadillas y no jugarle limpio, termina siendo un acto tremendamente irresponsable.
Yo puedo discrepar de muchos planteamientos de Alejandro Gaviria, pero no es limpio dejar de reconocer su dignidad y sus enormes cualidades. Nadie que entienda la democracia puede salir a decir que Alejandro Gaviria es un politiquero corrupto. Decir eso no solo es injusto sino tremendamente irresponsable con Colombia.
No se puede salir jugando, como si nada, con la honra de las personas, e insultándolas porque sí, porque se le ocurrió que era rentable electoralmente a cualquier campaña.
Ni Alejandro Gaviria es un politiquero ni Germán Barón Cotrino tampoco. Barón Cotrino ha sido un parlamentario destacado durante muchos años y no tiene ningún impedimento moral ni jurídico para ejercer su derecho a apoyar al candidato que él considere; ni ningún candidato puede alegar impedimento moral ni jurídico válidos para aceptar su apoyo.
Todo este triste episodio de la Coalición de la Esperanza me hace recordar un dicho ancestral de nuestros abuelos del Valle del Cauca:
—Mijo, nunca crea que un hecho moral puede venir de una deslealtad. El que es desleal con sus amigos, nunca es moral. Es, más bien, doble moral