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La radicalización del Gobierno de Santos

Por Eduardo Mackenzie - 16 de Septiembre 2013

Asistimos en estos momentos a una brutal radicalización del gobierno de Juan Manuel Santos. Nada parecido se había visto en los tres últimos años. Por lo menos tres hechos hacen visible ese extraño y precipitado giro.

El primero es el anuncio de que el gobierno está dispuesto a decretar “inmediatamente” el cese al fuego con las Farc “si hay acuerdo de paz” en La Habana. El segundo es el nombramiento de  Alfonso Gómez Méndez como ministro de Justicia. Y el tercero es la ofensiva judicial e intimidatoria, de gran ferocidad, contra el uribismo: encarcelamiento relámpago y absurdo del pre candidato presidencial Luis Alfredo Ramos y, sobre todo, el relanzamiento judicial y mediático de los embustes archí conocidos, y jamás probados, contra el ex presidente Álvaro  Uribe Vélez, para impedir que él y su movimiento lleguen al Senado de la República a comienzos del año entrante. Esta última embestida, aunque emana de ciertos magistrados, cuenta con el aval del alto Gobierno.

Estos tres expedientes están íntimamente ligados pues hacen parte de una misma operación. Y ésta es de hondo calado aunque será ejecutada con gran rapidez. “Está llegando el momento de la toma de decisiones”, advierte el Gobierno. Habrá que creerle.

Esta aceleración y radicalización del proceso se da, paradójicamente, en un momento de creciente impopularidad del gobierno y de auge, por el contrario, de la receptividad de las propuestas del ex presidente Uribe. En cambio, el índice de favorabilidad del presidente Santos (y obviamente su posibilidad de reelección) caen drásticamente en todos los sondeos de opinión. Y ello no es sólo el resultado de la incapacidad del jefe de Estado para responder a las expectativas del agro colombiano.

Ese contexto desfavorable, con huelgas explosivas como telón de fondo, fue el que escogió JM Santos para anunciar que ordenará la parálisis de la fuerza pública si las Farc le firman una vaga promesa de paz. Nunca antes, desde el comienzo de este proceso, en noviembre de 2012, Santos hizo un anuncio parecido.

Esa orden la daría Santos sin que haya de parte de las Farc ni cese previo de sus violencias, ni entrega de las armas. Según Santos, esa entrega de armas vendrá mucho más tarde: “una vez aprobados los acuerdos en las urnas”. Es decir, Santos acepta por primera vez la condición de siempre de las Farc de que el primero en cesar el fuego y en parar toda actividad militar legítima debe ser el Estado “burgués”, el llamado “agresor” de las Farc. Una vez constatado el cese al fuego unilateral, las Farc, cree Santos, entrarán también en cese de fuego. Todo un sueño. (Lea: Ordoñez reitera ser un escéptico no hostil frente al proceso de paz)

Estamos pues ante un anuncio inédito que podría terminar en una  grave distorsión del semi-equilibrio militar actual de Colombia. Esa orden se sumaría a la ya larga lista de concesiones formidables que Santos ha venido aceptándole a las Farc en La Habana.

Esas movidas explícitas del poder nos llevan a una conclusión: el presidente JM Santos está tratando de instalar de manera insidiosa un nuevo orden político y social en Colombia. Esa instalación se hace bajo la apariencia de una “negociación de paz”. Se trata, en realidad, de un proceso mucho más ambicioso y muy antidemocrático. La sociedad no fue consultada para ello. Ella no sabe que esa operación estratégica existe, que los alcances de la negociación de paz van mucho más allá del tema de la paz. La ciudadanía es mantenida al margen de esa vasta operación, es excluida  de toda decisión y hasta es desinformada sobre lo que ocurre en La Habana.

Se trata pues de una instalación solapada de un nuevo orden, con nuevas reglas de juego, con nuevas instituciones, con nueva Constitución, y con nuevos actores políticos (las Farc y sus aparatos de superficie) los cuales llevarán la voz cantante en el nuevo sistema. El rasgo dominante de ese “nuevo país” sería algo que Colombia siempre repudió: dejar que se instale en el centro del escenario político un partido armado pero legalizado.

El gol de Timochenko es, entonces, perfecto: trasformó una negociación de paz en un pacto para cambiar de sistema, para pasar de la democracia a una democracia de imitación, y de allí a un sistema totalitario. Gracias a esa operación, las Farc no tendrán que entregar siquiera las armas sino que meses o años después (cuando se “hayan aprobado los acuerdos en las urnas”)  podrían “dejar” las armas, es decir que las ocultarían y con ellas a buena parte de sus combatientes y redes subversivas, para seguir blandiendo sobre Colombia la innoble amenaza terrorista.

Ese es el pacto escalofriante que Santos acaba de aceptar y de presentar como un paso banal dentro de un límpido proceso de paz. (Lea: ''El proceso de paz no va para ningun lado'': Lafaurie)

En ese marco, las esperanzas de los colombianos de que las Farc sean desarmadas, juzgadas y castigadas, de que reparen a sus víctimas, de que retiren las minas antipersonales que han sembrado, de que entreguen sus secuestrados, entreguen sus cultivos y depósitos de drogas y desmantelen sus redes infiltradas en las distintas esferas de la sociedad, se han esfumado.

La negociación en La Habana no busca  un desenlace en el que las Farc se desmovilizan, se desarman y acogen las reglas de la democracia. Se está erigiendo allí, a espaldas del pueblo, un nuevo orden social y político anti liberal y anti democrático: con los peores jefes terroristas del país blanqueados y entronizados en el centro de mando, con un poder ejecutivo que controla cada detalle de ese proceso de ruptura y que somete a los otros poderes.

Si la justicia legitima tales horrores el Estado de derecho habrá muerto. El panorama de una oposición aplastada y de unas “nuevas” fuerzas armadas descabezadas, sin orientaciones y recursos, no es, lamentablemente, quimérico. El proceso “de paz”, tal como va, desembocará, como lo dicen las Farc, en una “reducción” de la fuerza pública. Pues la perspectiva (no dicha) es transformarlas en un “ejército popular”. Al final de eso, Colombia habrá sido transformada en un vasallo de Cuba. (Lea: La imagen del presidente Santos no levanta cabeza)

Esa operación anti-colombiana está siendo mostrada a la opinión como algo excelente, como una “ampliación de la democracia”, como la única vía hacia “una Colombia más segura” y “más democrática”, para citar las frases utilizadas el pasado 8 de septiembre por el negociador de JM Santos en La Habana,  Humberto de la Calle.

El problema es que los colombianos, si bien quieren la paz, es decir la paz en democracia (y no una paz sin democracia), no quieren la salida que están preparando en La Habana. La mayoría de los encuestados dice que  no están dispuestos a aceptar que se sacrifique la justicia para llegar a un acuerdo de paz.  El 78% de los encuestados dice rechazar la participación política de las Farc. Solo una ínfima minoría estima que otorgar la impunidad a los crímenes de las Farc favorecerá la paz.

Para pasar por encima de esa voluntad popular genuinamente democrática  el régimen tendrá que emplear la fuerza.  La fuerza y el engaño. Hasta hoy ha empleado lo segundo. Pero no podrá pasar a la fase final sin acudir a la fuerza. Las operaciones judiciales contra el uribismo muestran que estamos entrando ya en la fase avanzada.

Ahí es donde se explica el nombramiento de Alfonso Gómez Méndez. El polémico jurista, ex Fiscal General de la Nación, es acusado por guerrilleros desmovilizados de ser un agente de las Farc en el campo judicial y político. Nadie hasta hoy ha demostrado que esas acusaciones son falsas. La hostilidad de Gómez Méndez contra  las Fuerzas Armadas es conocida. Durante su paso por la Fiscalía, ese instituto se llenó de funcionarios muy dudosos. Alfonso Gómez Méndez será el encargado de mover los hilos para que el aparato judicial acepte el rol de verdugo de la oposición y de los militares. Otra tarea será hacer potables los acuerdos sobre la impunidad que están elaborando en Cuba. Para ello serán empleados los medios más audaces. La actuación de Gómez Mendez habrá que seguirla con lupa.

Pero la sociedad colombiana no está muerta. Ella conserva una cierta capacidad de respuesta ante los abusos. Las huelgas  agrarias de las semanas pasadas, a pesar de su carácter ambiguo,  demuestran eso. Hubo en esas huelgas una auténtica  expresión de cólera popular ante el desgreño santista. Pero hubo también esfuerzos de infiltración de parte de la subversión que los líderes genuinos del agro no lograron frenar.

Todos los dominós están  en su lugar y sólo falta un impulso seco para que comience el derrumbe. ¿Dejaremos que eso ocurra?