Ningún colombiano puede “ser enemigo de la paz” o levantar “propaganda negra” para torpedearla. La paz requiere acuerdos que podamos aceptar como nación para refrendarlos. Paradigmas de catarsis como la sudafricana, próxima al recuerdo tras la reciente muerte de Nelson Mandela.
Claro, allí fueron posibles gracias al líder que concilió entre adversarios radicales. Pero en Colombia quien se dice “adalid de la paz”, concierta fórmulas inadmisibles con los ilegales y profundiza las fracturas sociales con quienes estamos del lado de la Ley y las instituciones.
La máxima de “divide y reinarás” funciona para la guerra, no para la paz. Es un anhelo compartido, sin bandos en contra. Pero sabe el Presidente que los colombianos no ignoramos que el camino recorrido, no garantiza que arribemos a ese escenario. No queremos una paz violenta sin desmovilización y dejación de las armas por parte de los narcoterroristas. No queremos una paz impune, sin justicia, verdad y reivindicación para las víctimas pero con curules para quienes, durante 50 años, sacudieron el campo con terror. Queremos una paz justa, posible, donde la unificación y la reconciliación estén por encima de ánimos vindicativos. Pero no será apartando a los contradictores o estigmatizando las opiniones en contra como se va a lograr. (Lea: Informe: Diálogos de paz, un año entre bandazos y poca resolución)
Son argumentos de fondo, que en su momento supo leer un genio político como Mandela y que le evitó a ese país décadas adicionales de violencia que, al decir de los “avances” en Cuba, sería la triste suerte que espera a los colombianos. El libro de John Carlin, traducido al español como “El factor humano”, condensa parte de la historia de la transición sudafricana. El fin del apartheid como política de Estado, recorrió un largo camino que pasó por el reconocimiento de la inutilidad de las armas y la revolución, hasta la purga en prisión de quien años después haría lo impensable: el reencuentro y la reintegración de una nación fuertemente dividida por la segregación racial.
El culmen de la hazaña de Mandela, lo selló el día de la victoria sudafricana en el mundial de Rugby del 95. Un deporte que simbolizaba el poderío de los afrikaners, pero también la desigualdad, la segregación, incluida la del equipo a nivel internacional, logró congregar en torno a 2 himnos –el blanco y el negro–, una bandera y una misma camiseta, a enemigos tradicionales hasta entonces irreconciliables. Era una nueva Sudáfrica, donde todos los sudafricanos –blancos, negros, mestizos y las mismas facciones extremas del Congreso Nacional Africano y del Partido Nacional– empezaron a sentirse parte de un mismo destino. "Un equipo, una nación" sello la nueva era. (Lea: ¿De qué le ha servido al agro colombiano el rpoceso de paz?)
¿Qué tan cerca estamos los colombianos de un líder carismático y generoso, que sepa conciliar los anhelos, esta vez desde la legitimidad, para atarlos a los acuerdos de La Habana y trazar una seda compartida de nación? Es el dilema. Mientras se entreguen todas las prerrogativas a los que bañaron de sangre el país, pero se excluya a las víctimas y se acallen las voces disidentes –no contra la paz, sino contra acuerdos inaceptables– difícilmente podremos comulgar con un futuro sin consensuar.
Más aún, cuando nuestro “capitán de campo” ve enemigos de la paz donde sólo hay ciudadanos respetuosos de la Ley, buscando un futuro sostenible y unas reglas de juego, capaces de conciliar los profundos disensos que nos fracturan como nación. Nadie quiere un posconflicto al estilo de El Salvador y si podemos evitarlo por qué no hacerlo. Con lo cual, el mayor reto es encontrar un Mandela a nuestra medida.
*Presidente Ejecutivo de Fedegán