Él, para utilizar el aserto de Savater, trató a toda costa de “ensanchar la finitud angosta de la vida para rebajar cuanto pudiera la anchura agobiante de la muerte”. Pero, como todo principio tiene final y como la muerte, en sentido estricto, recordaba Mozart, “es la auténtica meta de nuestra vida”, terminó ganándole la partida.
Ernesto, consciente de la acechanza que significaba para él el mal que lo agobiaba, que lo consumía en vida, asumió cada uno de sus días como si fuera el último sorbo de su existencia. Estos últimos años los vivió intensamente, consciente además como lo era de que el arte es largo y la vida es breve. Su frenética actividad no tuvo reposo, sin terminar un proyecto ya estaba emprendiendo otro. Y no quiso dejar nada inconcluso, su periplo vital se caracterizó por la tenacidad, la tozudez, la perseverancia y la obsesión por la excelencia.
Hace apenas 10 días, en una entrevista al avezado entrevistador que era Ernesto que le publicó el diario El País, al pedirle a rompe que armara una crónica de su propia vida en los 140 caracteres que limitan la extensión de los mensajes por twitter, respondió sin titubear refiriéndose a la crónica: “me inventé esta mentira para decir verdades”. Y la incesante búsqueda de la verdad lo llevó a ser periodista, escritor, reportero, corresponsal, cineasta, columnista y hasta novelista, cuando se percató que la realidad en nuestro medio superaba la ficción. Además, porque, como él dijo “todo periodista lleva adentro una novela y es ahí donde debe permanecer”. Pero, indudablemente lo suyo fue la crónica, que la cultivó con la misma ardentía y la pasión con la que la defendió.
Para él, como lo dijo en su mensaje leído por sus hijas Natalia y Marcela con ocasión del Premio Simón Bolivar con el que se le galardonó el 23 de octubre, la crónica, de la cual se declara “impostor”, le permitía aproximarse más a la verdad. Es más, se llevó consigo “la certeza de que si a la Colombia contemporánea la hubiésemos relatado con temperatura de cronista —sin renunciar jamás a postulados básicos como el compromiso con la verdad y el equilibrio— tendríamos mucha más claridad sobre la dura realidad que nos asedia”. A la pregunta de El País, por qué creía que “habríamos entendido mejor el berenjenal que es este país si los periodistas lo hubiéramos abordado más en son de crónica que de reportaje o noticia”, respondió tajantemente “porque seríamos más sinceros en el relato”. Y no le faltaba razón.
Con ocasión del último homenaje que recibió en vida, con motivo del Premio Simón Bolivar, uno de los tantos con los que se consagró para la posteridad, el Jurado al exaltar su personalidad dijo de él algo incontrovertible: “novelista original y buen entrevistador, guionista y cronista siempre”. Y destacó, además, su espíritu indomable e intrépido, pues supo “navegar en la adversidad con la misma gracia y soltura con la que escribe sus notas de blog”. Este es el retrato hablado de Ernesto McCausland, Caribe visceral, genio y figura hasta la sepultura, quien, como los barcos de guerra en medio del fragor de la batalla, se hunde con las luces encendidas en los piélagos de lo ignoto y con su libreta de apuntes en la mano tomando nota para la que será su próxima crónica.
Ahora, él en su tránsito hacia la eternidad, se estará acordando del reportaje que le hizo a Diomedes Díaz, quien en el transcurso del mismo le dio por respuesta a una de sus preguntas sobre la muerte lo que seguramente prefiguró el que podría ser su propio epitafio: “si yo supiera que uno sirviera más muerto que vivo, yo me muriera hoy, pero no sé. Ernesto, no sé”. Porque así era Ernesto de servicial y por ello él se nos fue con la íntima convicción de que, como dijo Martí, “la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida” y para él el periodismo era su vida. Ernesto dejó a su paso por la vida una huella indeleble y un ejemplo digno de imitar!