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columna

La gracia del Estado

por: Fernando Londoño- 31 de Diciembre 1969

Suele ser feliz el primer año de un gobierno. Quienes lo eligieron disfrutan la miel de la victoria y los derrotados esperan, entre respetuosos y esperanzados, que algo o mucho de lo que prometió en la campaña se vuelva verdad.

Suele ser feliz el primer año de un gobierno. Quienes lo eligieron disfrutan la miel de la victoria y los derrotados esperan, entre respetuosos y esperanzados, que algo o mucho de lo que prometió en la campaña se vuelva verdad.

A ese tiempo en que todo se perdona y de cualquier señal algo bueno se aguarda, lo llamó Jean François Revel la Gracia del Estado.

Pues cabe preguntarse si Revel andaba equivocado o por qué capricho de la política no ha tenido Santos, en este su segundo período, un solo día de gracia. Al contrario, todo le va mal. Los amigos tambalean, cuando no lo enfrentan, la opinión no lo escucha o lo escucha mal y las encuestas, ese moderno termómetro del estado general de ánimo, no le pueden ser más desfavorables.

Valga decir, para empezar, que ni los más santistas han tomado en serio la victoria. Todos ellos saben con cuáles malas artes se ganaron esas elecciones.

Los de la Costa son ante todo pragmáticos y saben que no tienen mucho por celebrar. Los que no vendieron el voto lo depositaron con magro entusiasmo y muchos de ellos se preguntan de dónde y cómo aparecieron tantos. Los del interior se duelen de no haber votado con más entusiasmo por la alternativa que tenían y los que en estos departamentos votaron por Santos no olvidan el desgano con que lo hicieron. No hay nadie celebrando la victoria, no hay nadie brindando por el futuro. Revel no estaba en esta medida equivocado. No hay Gracia del Estado porque faltó siempre el júbilo de los corazones, el entusiasmo vital que acompaña a un mandatario nuevo.

Pero no es solo eso. Es que los comienzos han sido tan lánguidos como para no permitir un acuerdo social para la generosidad que supone la esperanza. Porque la gente ha descubierto que era verdad que la estaban engañando y está comprendiendo la magnitud del engaño.

En el aparato publicitario que acompañó la campaña de Santos, se prometieron mil cosas, que ya se saben fallidas; se habló de mil proyectos que ya, tan pronto, se entienden fracasados; se hicieron mil protestas de crear un país distinto y cada uno tiene la irrebatible convicción de que no solo todo es más de lo mismo, sino peor de lo mismo.

Si alguien esperaba una vivienda nueva, ya quedó notificado de que no hay un peso para construirlas; quien se hizo la ilusión de que sus hijos fueran a la escuela todo el día, ya quedó notificado por la ministra de que habrá de esperar el milagro en otro Gobierno; los que confiaban en carreteras nuevas, ya saben que no hay con qué ni mantener las viejas; los que oyeron hablar de mejores hospitales, hacen fuerza para que no terminen de caerse a pedazos los que tan mal los atienden; los que se apuntaron a un campo menos hostil, están llorando mejores días; y los que se pintaron la palabra PAZ en las manos, han descubierto que perdieron el gesto, y la tinta, y el jabón con que se la quitaron.

Santos comienza con una Reforma Tributaria que apenas alcanzará a tapar el hueco presupuestal. Ni pagando tanto como se los condena a pagar, los colombianos no aspiran a mejores servicios, ni a industrias más desarrolladas ni a empleos para sus hijos ni a retribuciones pensionales más dignas, ni siquiera a un poco de la seguridad que con Juanpa han perdido.

Revel no estuvo errado. Nos equivocamos los colombianos. Y de todo esto, con tendencia a la baja, tendremos cuatro años más.