Este no es un artículo sobre los escandalosos hechos de corrupción que se registran en la Universidad Distrital y en otras universidades públicas acosadas por el clientelismo, la obsolescencia y la crisis de calidad. Tampoco es un escrito sobre los lamentables hechos de violencia que otra vez caracterizan las protestas de estudiantes encapuchados dispuestos a destruir lo que encuentran a su paso con el argumento de que no les dan todo gratis y sin esfuerzo.
El Sistema Nacional de Información de la Educación Superior reportó que, por segundo año consecutivo, el número de estudiantes en los centros universitarios disminuyó, esta vez en un 1,5 %, lo que equivale a unos 38 mil alumnos menos. “Mientras que en el primer período académico 2016 se registraban cerca de 570 mil admisiones a programas de pregrado (técnicos, tecnológicos y universitarios), en 2017 y 2018 este dato se ubicaba alrededor de 542 mil y 477 mil respectivamente”, afirma el informe del (SNIES). Se trata de un descenso de 93 mil alumnos menos que ingresan al sistema de educación superior.
Hay sin duda un componente demográfico que era previsible. Refleja el descenso de la tasa de natalidad que se registra desde hace dos décadas. A medida que el promedio de edad de la población aumenta, es normal que se presenten menos bachilleres aspirantes a las aulas universitarias. Este fenómeno seguirá manifestándose pues la tendencia al envejecimiento es un hecho incontrovertible.
Pero hay otros elementos que es necesario considerar. El entorno económico, caracterizado por un aumento del desempleo, también explica la caída en la matrícula. No se puede desconocer que el costo de los semestres es demasiado elevado para muchas familias cuyos ingresos resultan insuficientes para costear los estudios superiores de sus hijos.
La política de acreditación de programas genera una enorme carga presupuestal sobre las universidades y ello se traduce en mayores costos para los alumnos. Valdría la pena revisar si todas las exigencias impuestas a las universidades para obtener certificaciones son realmente necesarias y cuáles de ellas resultan ser verdaderos caprichos burocráticos. Hay demasiadas restricciones e ineficiencias por parte del Estado.
Pero la oferta académica también debe ser ajustada a las nuevas realidades. Carreras largas, llenas de materias innecesarias y con enfoques teóricos no cumplen con las expectativas de un sector empresarial acosado por las nuevas formas de negocio y las tendencias disruptivas.
A pesar del esfuerzo de innovación, los modelos de formación siguen siendo muy tradicionales, desconociendo las tendencias internacionales hacia programas flexibles, creativos y acordes con las aspiraciones de jóvenes que viven en medio de la revolución tecnológica. Muchos estudiantes sienten que cursar un programa tradicional es inútil pues al concluir los cinco largos años, los cambios en los modelos y procesos habrán sido tan importantes que sus conocimientos serán, en buena medida, obsoletos.
Revisar la política de educación superior es prioritario. La demanda está diciendo que la oferta no es atractiva. Es hora que la autonomía universitaria no sea impugnada sólo para proteger a los vándalos. Llego el momento de utilizarla para cambiar el modelo universitario de fondo.
Miguel Gómez Martínez
Asesor económico y empresarial
migomahu@gmail.com
Portafolio, octubre 8 de 2019