Celac, Alba o Unasur, son la misma patraña castro-chavista que, bajo la inspiración del Foro de Sao Paulo, busca instaurar una zona de impunidad desde el Río Bravo hasta la Patagonia, para perpetuar sus prácticas totalitarias bajo el disfraz de la democracia. Es imperdonable que el Gobierno de Colombia haya acudido a esa cita perversa, traicionando los principios democráticos que juró defender, y sin considerar la represión al pueblo cubano ni la responsabilidad del castrismo en 50 años de terrorismo en Colombia.
La maniobra de la alianza de izquierda que avanza en el subcontinente no pudo salir mejor. La presencia de 33 dirigentes pone a Cuba en el foco internacional y oxigena su economía, que apenas respira con el petróleo chavista. No importan los miles de disidentes desaparecidos, presos o torturados en la isla de los Castro; tampoco la lucha de la oposición cubana por las libertades conculcadas desde hace 55 años, pues el silencio de los asistentes a la Celac exculpó los excesos de la dictadura y convirtió a la disidencia del castrismo en un grito dramático pero estéril como nunca.
Venezuela avanza en la misma dirección. Destruye la iniciativa privada, amordaza a los medios, encarcela a sus opositores con procesos sumarios ordenados por el Gobierno, y arrebata la curul de María Corina Machado, por denunciar en la OEA las atrocidades del régimen. La lavada de manos ante el mundo corre otra vez por una organización multilateral de bolsillo, Unasur, cuyos cancilleres van solícitos a legitimar en Caracas los hechos que avergüenzan a la conciencia continental. (Columna: Venezuela o la nueva traición de Santos)
En ese grupo estaba nuestra canciller. De la mano de este Gobierno terminamos en estos organismos que se pregonan antiimperialistas y que buscan suplantar instancias como la OEA y la ONU, que surgieron de una conquista universal para reconocer la libertad y los derechos humanos; una institucionalidad que la Celac pretende reemplazar, como un paso previo para inhabilitar la Carta Democrática y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos –su Corte y Comisión– sacadas a empellones de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, ante la mirada impávida de nuestro gobierno.
¿Cómo pregonar adentro la democracia, el respeto a la Ley y al Estado de Derecho; y participar afuera en instituciones que agrupan a países que desprecian estos principios? ¿Cómo tener de garantes de las mal llamadas negociaciones de paz con un grupo narcoterrorista, al país que nos exportó el terrorismo, y a otro que hoy está incendiado por la violencia de sus propios gobernantes? ¿Cuánto valen los intereses reeleccionistas y los apoyos al mal ponderado, pero muy aplaudido proceso de paz?
Con el patrocinio de estos adalides de la persecución a la libertad y los derechos, hoy negociamos con quienes quieren replicar en nuestro país el modelo de sus mentores, comenzando por la impunidad frente a sus atropellos. Por eso la unión de esfuerzos para restar poder a la Comisión, la Corte Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, y desmontar su accionar sobre esas dictaduras y sobre los desafueros que ya se advierten en la negociación con las Farc. (Columna: Las víctimas de París)
A fin de cuentas, esas instancias se han convertido en el palo en la rueda a sus pretensiones. Una conciencia internacional que los 33 dirigentes se negaron a escuchar, legitimando a la Celac y consolidando una cadena de pagos de favores y salvavidas, deshonrosa al sentir de los pueblos demócratas que en la región exigen decencia y dignidad a sus mandatarios.