Por: Jorge H. Botero
En los próximos días la Corte Constitucional nos dirá si flexibiliza la prohibición por ella impuesta al uso del glifosato para erradicar cultivos de coca, cuestión, de entrada, bastante paradójica: sucede que para eliminar las malezas de otros cultivos, el maíz, por ejemplo, está permitido. Lo hará a sabiendas de que los estudios científicos sobre su carácter nocivo no son concluyentes, quizás porque la respuesta depende de la concentración del producto, y de la forma de aplicarlo para mitigar o anular su impacto en seres humanos o animales domésticos. Del lado opuesto, no se le escapará que la erradicación manual ha generado un terrible saldo de muertes y mutilaciones entre los erradicadores; y que el principal vector de la deforestación es la siembra de coca, la cual ha venido aumentando exponencialmente.
Lo anterior no es novedoso. Sí lo es que este columnista sostenga que las decisiones que la Corte viene adoptando para acotar las facultades del Congreso y el Gobierno relativas a la supresión de cultivos ilícitos, los problemas de desplazamiento forzado, el hacinamiento carcelario y el acceso a la salud, carecen de sustento constitucional. No importa si esas determinaciones son justas y adoptadas de buena fe, de lo cual, por supuesto, no cabe dudar. El problema es otro: la preservación del Estado de Derecho que, en su sentido genuino, significa que las autoridades públicas no pueden hacer nada diferente que aquello para lo que están autorizadas de modo expreso, o es indispensable, así las normas pertinentes no lo mencionen, para el ejercicio de sus funciones. Si esta regla no se acata su actuación es arbitraria.
Justamente para prevenir el siempre omnipresente riesgo de abuso del poder, está dispuesto que “no habrá empleo público que no tenga funciones detalladas en ley o reglamento”. Una regla tan clara como esta debería bastar para dejar establecida la sumisión absoluta de los funcionarios al inventario de sus competencias. No obstante, al regular las que corresponden a la Corte Constitucional, añade la Carta que ella las ejercerá “…en los estrictos y precisos términos” que contempla en su art. 241. Esta reiteración, que en rigor es inútil, tiene sentido. Esa Corte es organismo de cierre sobre algo tan delicado como la preservación de la Carta Política: es constitucional lo que ella tenga por tal; y, al revés, se relega a las tinieblas exteriores lo que el legislador haya dispuesto si la Corte lo estima contrario a sus valores y normas. Se trata de un poder inmenso, y, como todo poder, peligroso.
Entre esas potestades de la Corte cabe mencionar la de “Revisar, en la forma que determine la ley, las decisiones judiciales relacionadas con la acción de tutela…”. Antes de recordar en qué consiste este mecanismo, conviene dejar sentado que la Corte, como juez de última instancia en los procesos de tutela, no puede disponer, como ocurre con frecuencia, lo que buenamente le parezca. La Constitución la amarra a la ley como al galeote los grilletes. En esencia, la acción de tutela es un mecanismo de protección de los derechos fundamentales de personas singularmente determinadas, o, al menos, determinables. Esta institución es radicalmente diferente de la que ese Estatuto contempla para la protección de “los derechos e intereses colectivos”; entre ellos el espacio público, la salud y el ambiente.
Veamos, ahora, qué es lo que ha dispuesto la Corte en su sentencia T- 236/17 sobre el glifosato. El primer error que cabe reprocharle es que concede la tutela para proteger los derechos fundamentales de unas comunidades étnicas y, en general, de todos los habitantes de un municipio. Por merecedores de protección que ellos sean -y lo son- carecen esas colectividades de derechos fundamentales, una categoria exclusivamente prevista para las personas. Solo si se retuerce el sentido de las cláusulas constitucionales es posible afirmar que el derecho a la consulta previa es un derecho individual; lo es de carácter colectivo, como lo es también la protección del ambiente. Ambos están protegidos por otros mecanismos procesales.
A esa laxitud conceptual cabe añadir esta otra. La orden de proteger “las inquietudes y expectativas de las comunidades étnicas consultadas”. En la Universidad nos enseñaron otra cosa: que son los derechos los que, en principio, requieren protección jurídica, no las expectativas y, menos aún, las “inquietudes”. En todo caso, si estas dimensiones subjetivas gozan de amparo, las de los demás habitantes deberían tener idéntico trato, sea cual fuere nuestro perfil étnico. ¿Podría, por ejemplo, bajo ese criterio funcionar el sistema de salud o el uso de fondos estatales para apoyar la compra de vivienda? Ya entrada en gastos, como suele decirse, la Corte dispuso que para la supervisión de las numerosas órdenes que emitió, la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo han de ponerse de acuerdo. Se ignora así que cada una de ellas tiene sus propias competencias. Cómo las ejerzan es responsabilidad suya; la Corte no puede allí interferir.
Dejo para el final lo que más preocupa. La orden que se da al Gobierno de “no reanudar el Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos mediante Aspersión Aérea con Glifosato”. Como esta orden es general y absoluta, no referida exclusivamente al municipio de Novita, Chocó (demandante en el proceso de tutela) su ámbito de aplicación es el mismo que corresponde a las leyes y decretos que expiden el Congreso y el Presidente de la República. Esta no es, por cierto, la estructura institucional que la Constitución define. ¿Será el temido gobierno de los jueces?
Briznas poéticas. Piedad Bonnett rememora la infancia, ese paraíso pérdido: “Tenía techo el mundo entonces / y un olor familiar a humo de leña. / Íbamos recibiendo la vida a cucharadas, / amorosa sopa de letras donde íbamos leyendo / la secreta consigna de los días. / ¿Qué poderoso cataclismo, qué oscura y sistemática tarea / nos dejó a la intemperie sufriendo