El 6 de mayo dijo que acataba la llamada “ley estatutaria” de la JEP. El 15 de mayo acató la primera y única sentencia de la JEP que ordenó la no extradición del jefe narco-comunista Santrich. Ese mismo día, acató la inoportuna renuncia del Fiscal General, Néstor Humberto Martínez. Dos días después, acató el pedido del partido FARC y del Partido Liberal de no declarar el estado de conmoción interior, como le pedían sectores cercanos al gobierno y miembros del Partido Conservador para contener la ola destructora del orden público.
El 24 de mayo acató las falsedades de HRW contra el Ejército nacional al nombrar una “comisión especial de auditoria” de tres abogados (que no saben nada de la acción militar) para que “revisen los manuales y protocolos operacionales del Ejército”. El 28 de mayo, acató la intriga del NYT al enviar al ministro Holmes Trujillo a rendirle cuentas, en Nueva York, a la dirección de ese diario, y para confirmar que Bogotá “está implementando los acuerdos de paz”.
El 29 de mayo, Iván Duque acató el concepto del Consejo de Estado quien le otorgó a Santrich el privilegio de ser un “aforado”. Copiada a la justicia española, esa figura privilegia a ciertos criminales: el aforado no es juzgable como el común de los mortales sino por un tribunal especial. El 29 de mayo, Duque acató la decisión de la Corte Constitucional que echó a tierra las seis únicas objeciones de Duque sobre la JEP. El 30 de mayo, acató el fallo de la Corte Suprema de Justicia que ordenó, sin recurso alguno, la “liberación inmediata” del recapturado Santrich. El 7 de junio el presidente acató el fallo escandaloso de la Corte Constitucional que busca destruir la familia y legalizar el consumo de cocaína, alcohol y otras drogas en los lugares públicos y privados.
Acatar quiere decir obedecer. Acatar es aceptar y doblar la rodilla. El diccionario de la Real Academia Española es muy preciso: dice que acatar es “tributar homenaje de sumisión y respeto”.
¿Los colombianos elegimos al presidente Duque para que acate o para que presida? ¿Para que acate o para que decida? ¿Para que doble la rodilla o para que oriente al país? ¿Hemos votado por Duque para que se incline ante decisiones abyectas? ¿Para que haga lo contrario de lo que prometió como candidato y se someta a los poderes que están creando un orden constitucional alternativo?
El Presidente de Colombia es elegido, dice la Constitución, para “garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”. ¿Elegimos a Duque para que acate los desmanes de quienes están dinamitando los derechos de todos? ¿Lo elegimos para que obedezca a quienes buscan dejar a los colombianos sin libertades en beneficio exclusivo de la clique subversiva?
Ante eso algunos deploran la audacia de las FARC, la herencia tóxica del santismo y los “disparates” de las cortes. Esas críticas son justas pero insuficientes pues eluden el problema principal: ¿qué hace el jefe de Estado para desbaratar esas calamidades? Otros predican el inmovilismo para no acelerar la “polarización del país”. Pero no hay “polarización”. Lo que hay es desconcierto y ruptura de la unidad nacional.
La respuesta del oficialismo es que ese es el precio a pagar por una “política de paz con legalidad”. Explican que el Estado de Derecho exige el acatamiento de las decisiones de los otros poderes. ¿Pero de qué “legalidad” y de qué “Estado de Derecho” hablan? Hoy Colombia vive bajo un sistema político anómalo, bajo el control de un poder no elegido y exorbitante que, al carecer de límites, se convierte en el verdadero rector de los destinos del país. Lo de Colombia es una dictadura judicial, no un Estado de Derecho.
Esa dictadura judicial --que denuncian sin descanso agudos observadores como Fernando Londoño Hoyos, José Alvear Sanín, Jesús Vallejo Mejía y Rafael Nieto Loaiza, entre otros--, puso al presidente de la República contra las cuerdas. Él es ahora un titular de poderes en sentido relativo. Sus directrices son barridas por otros. El acata las decisiones de terceros, sin que haya reciprocidad. Vamos hacia una confusión de poderes, hacia la negación de la separación de poderes, hacia un ejecutivo sometido al judicial y al legislativo. El orden público ha sido gravemente pervertido. ¿A eso llaman Estado de Derecho?
En sus ocho años de cogobierno con las FARC, Juan Manuel Santo, concentró en sí los poderes públicos. Cuando fue elegido un nuevo presidente el poder real no pasó a éste. Gracias a una sórdida operación, el poder fue arrebatado por un bloque inédito: las tres jurisdicciones habituales --la Corte Suprema de Justicia, la Corte Constitucional y el Consejo de Estado--, más un cuarto organismo, totalmente bastardo, creado por el tándem Santos/FARC: la JEP.
Esas cuatro entidades, carentes de legitimidad popular, se coordinan y le dictan la agenda a Iván Duque y al poder legislativo. El ordenamiento jurídico colombiano saltó así por los aires, digan lo que digan los abogados del statu quo.
Ante la impotencia del gobierno, los problemas se agravan. La campaña difamatoria contra el Ejército y su comandante, el general Nicacio Martínez, no cesa. ¿Dónde están las contra-medidas? El pie de fuerza de la narco-guerrilla crece rápidamente: una tercera parte de las FARC retomó las armas y 31 grupos de ese sector operan en las áreas de cultivo de coca y de minería ilegal. Nueva emboscada mortal contra militares en Arauca. Activistas y líderes locales siguen siendo asesinados por las bandas armadas: 470 casos han sido registrados entre enero de 2016 et hoy. Finalmente, la economía nacional se estanca, según reveló Juan José Echavarría, gerente general Banco de la República.
Pero todo va bien. El encuentro del presidente Duque con Angelina Jolie en la Guajira lo prueba.
La técnica del acatamiento se convirtió en la única forma de gobierno de Iván Duque. El 18 de mayo, la JEP ordenó poner en libertad al extraditable Santrich. El gobierno lo dejó salir, y la Fiscalía logró recapturarlo. Pero como la brecha no fue cerrada, la presión pro impunidad se desbordó. El 30 de mayo, la Corte Suprema de Justicia logró sacar de La Picota al jefe mafioso. Y éste fletó un avión para ir a la frontera con Venezuela para mostrar hacia donde las FARC quieren llevar a Colombia.
El personal jurídico del palacio de Nariño se consuela con una frase: “Buscamos salidas dentro de la institucionalidad”. Explicación ridícula. Ellos llaman “institucionalidad” al andamio inventado por Santos/Farc, que consiste en un sistema de dos Constituciones contrapuestas: la de 1991, la única legítima, más el nuevo engendro, de pretendido rango constitucional, que emana del llamado “acuerdo de La Habana” o “acuerdo final” Santos/Farc.
Ese ajuste irracional de dos cartas carece del menor viso legal: fue expresamente rechazado por los ciudadanos en el referendo nacional de octubre de 2016. ¿Entonces de que “institucionalidad” hablan ellos?
Colombia vive una fase de conmoción interior, silenciosa quizás, pero no menos auténtica: el narco-comunismo está dinamitando las instituciones. Pero el gobierno no quiere ver lo evidente. En lugar de mejorar las relaciones con Washington envía al ministro Trujillo a palabrear con el señor Lavrov. En lugar de forjar la unidad del país, con o sin el apoyo de los caciques de los partidos, Duque habla de futuro numérico y se rehúsa a acudir a la salida constitucional más razonable: el artículo 213 de la CN.
Este provee una salida, trata la conmoción interior y da al jefe de Estado las facultades necesarias para “conjurar las causas de la perturbación e impedir la extensión de sus efectos”.
Como Duque estima que la tal crisis no existe y que la economía naranja salvará al país, el desborde continúa. ¿Cuál será la próxima sorpresa? ¿Mutilarán a las fuerzas armadas? Nadie olvida que el Consejo de Estado, en 2009, intentó quitarle el 76% de los combatientes a las Fuerzas Militares y el 40% a la Armada y prohibir la presencia de soldados regulares en las zonas de combate. Por fortuna, Álvaro Uribe, el presidente de la época, no acató esa locura. ¿Ante algo idéntico ahora cómo reaccionará Iván Duque?
@eduardomackenz1
11 de junio de 2019