La importancia de las protestas que estamos protagonizando unos, y padeciendo otros, me obliga a volver sobre el tema para tratar de entender, y, si acaso lo lograre, aportar algún grado de comprensión sobre lo que nos pasa.
El cacerolazo fue un fenómeno espontáneo que no puede ser fácilmente reproducido como parte de una estrategia de protesta social. Muchos de los mensajes de los cacerolistas fueron de carácter general: contra el capitalismo, la desigualdad social, el consumismo y por el cumplimiento de los acuerdos con las Farc. Otros participantes en el golpeteo de ollas desplegaron su talento rítmico por solidaridad con los vecinos, por respaldar a los que se movilizan sean cuales fueren sus motivos, y, en fin, por participar en una suerte de fiesta fraternal.
Lo mismo puede decirse de los eventos culturales del fin de semana, que suscitan identidades emocionales, de las que no es tarea sencilla extraer una agenda de negociaciones, como tampoco los nombres de unos líderes con los que se pueda realizar acuerdos, si es que el Gobierno, que ya ha efectuado sustanciales concesiones a los estudiantes, quisiera continuar por ese camino. Creo que a estas alturas ya sabe que cada concesión apalanca otras nuevas y que su margen de maniobra fiscal se ha venido reduciendo.
Distinta es la situación que deriva del pliego de trece puntos formulado por las organizaciones sindicales. Aquí sí hay líderes de carne y hueso, dotados de amplia y exitosa experiencia negociadora. Aun cuando no representan a la heterogénea masa de los protestantes, actúan apoyados en el clamor callejero y aprovechan la percepción de debilidad que gravita sobre el Gobierno. Frente a sus reivindicaciones, el problema es que acceder implicaría para éste, grave claudicación de sus competencias, por ejemplo, las de abstenerse de presentar reformas pensionales y laborales. Esos son asuntos de interés para todos los estamentos de la sociedad, no solo para los promotores del paro.
Retirar la reforma tributaria en curso, para cuya aprobación, al parecer, cuenta en el Congreso con los votos necesarios, sería una demostración contundente de pérdida de capacidad en la gestión fiscal. La eventual crisis financiera resultante sería gravísima; nos haría caer en las garras del Fondo Monetario, como suele decirse, que es lo que les pasa a los países cuando no pueden honrar sus obligaciones externas y tienen que pedir préstamos en moneda dura para evitar la parálisis de la economía. Desmantelar el cuerpo policial que atiende disturbios implicaría dejar a la ciudadanía a merced de los vándalos, que son, por fortuna, una pequeña minoría que los caminantes rechazan; hacerlo equivaldría a señalar al Esmad como responsable institucional de los episodios de violencia, que en buena parte han sido contra sus integrantes.
Con relación al pliego sindical nada hay, en esencia, de novedoso, ni en los contenidos ni en la forma de ventilarlo: un buen paro de funcionarios estatales, seguido de una mesa de negociación en la que suelen conseguir parte importante de sus anhelos. Esto es business as usual (tal vez con excepción de lo que aconteció durante el gobierno de Uribe). Lo novedoso, en la situación actual, es la inarticulada expresión callejera que es más producto de la cultura que de la política. Se plasma en valores nuevos, rechazo de otros y concepciones novedosas de la vida personal y comunitaria. Sobre nada de esto se vislumbran espacios para negociar. Algo muy semejante aconteció en Francia en mayo de 1968. Reseñar ese episodio aporta claves interesantes.
Al igual que ahora en Chile y Colombia (los estallidos sociales recientes en Ecuador y Bolivia tuvieron otras causas), la revuelta fue originariamente juvenil dirigida contra cuestiones tan etéreas como la sociedad de consumo, el capitalismo y el imperialismo. Igualmente, se rechazaban los partidos políticos, el gobierno y las propias autoridades universitarias. Interesante notar, además, que en aquellos años el desempleo era elevado. Como nada nuevo hay bajo el sol, la abolición de la policía antimotines se demandó sin éxito. La fuerza de las protestas tomó por sorpresa al Gobierno del General De Gaulle, aunque, en contra de lo que pudiera esperarse, los estudiantes no pretendían derrocar su gobierno. “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, era el clamor de los estudiantes galos de mi generación. Aquí andamos en lo mismo.
En todas estas dimensiones, la coincidencia es notable. En nuestro caso, protestan muchos sectores sociales, no solo estudiantes y sindicalistas, que incluyen en sus agendas una plétora de otros temas: corrupción, paz con las Farc, asesinato de líderes sociales, sensibilidad por la naturaleza, corrupción, al igual que la conquista de la felicidad... Una joven el pasado domingo dijo que era este "el momento perfecto para no simplemente venir a protestar y dar a entender que necesitamos justicia (sino que) necesitamos ser escuchados, pero sobre todo a apoyar la cultura". Sospecho que entiende por tal la música de los artistas que actuaron ese día, ignoro si por fidelidad a la causa o buen sentido del marketing.
En Francia, el resultado tangible de las protestas fue un plebiscito destinado a descentralizar el Estado, y la renovación del liderazgo político del país que, hasta ese momento, lo desempeñaba la generación, ya anciana, que había actuado durante la resistencia contra el invasor alemán y los veinte años siguientes a la terminación de la Segunda Guerra Mundial. Al final del proceso los partidos de derecha salieron fortalecidos. Ya está pasando en Chile donde empieza a tomar fuerza el partido del orden.
¿Qué pasará entre nosotros? Mi impresión es que tendremos una tregua hasta febrero. En el interregno, el Gobierno tendrá que fortalecerse políticamente y desarrollar una profunda campaña para ganar el respaldo de las mayorías silenciosas. Es un reto que tiene sus complejidades.