La OEA, la prestante “Organización de Estados Americanos”, surgida de la mano de Alberto Lleras en medio del estallido de violencia bogotana de abril de 1948, casi como “hermana menor” de la ONU (1945) para el continente, y las dos paridas entre las esperanzas del final de una guerra y las incertidumbres de una nueva, la “Guerra fría” contra el comunismo por el dominio político y económico del mundo; esa OEA respetable vuelve por sus fueros, después de una “insulsa” y nefasta gestión entre 2005 y 2015.
Durante la Secretaría de Insulza, y con la indiferencia de los Estados Unidos de Obama –hay que decirlo–, la OEA se dejó eclipsar por la pretensión bolivariana de “barajar” la institucionalidad multilateral del continente, pero sin Estados Unidos, sobre la base del odio al “imperialismo yanqui” y a favor del comunismo internacional instalado en el Foro de Sao Paulo desde 1990.
Nacieron el ALBA en 2004, UNASUR en 2008 y CELAC en 2010, y todos los países al sur del Río Bravo cayeron en esa trampa disfrazada de integración, en gran parte por la presencia gris de la OEA, que llegó, inclusive, a respaldar fraudulentas elecciones que mantuvieron a Chávez en el poder.
Desde 2015, con Almagro, la OEA no solo recupera espacio frente a la multilateralidad bolivariana que se desmorona, sino que asume posiciones verticales frente a la dictadura venezolana, que hoy se consolidan en su 49º Asamblea General, con la presidencia de Colombia en Medellín, que aceptó las credenciales de Julio Borges y la delegación del gobierno Guaidó, con las esperadas réplicas de los amigos de Maduro y el retiro de la delegación uruguaya.
Y mientras la OEA vuelve por sus fueros, ¿qué pasa en la imponente ONU, concebida en la Conferencia de Yalta (1945) y, sin duda, la más importante organización mundial? Me atrevo a diagnosticar gigantismo burocrático y exceso de diplomacia “jet set”, que se deja ver en el rito anual de su Asamblea General y en la gestión de sus delegaciones nacionales.
Pero además, en su defensa de los Derechos Humanos, un objetivo loable, por supuesto, se percibe una influencia “ideologizada”, evidente en sus posiciones frente a la dictadura venezolana y el “proceso de paz” en Colombia. Su más reciente expresión son las declaraciones de la Alta Comisionada Bachelet, “preocupada” por las sanciones contra Maduro, las cuales se apresuró a rechazar, precisamente, el Secretario Almagro, afirmando que “le dan aire a un régimen oprobioso”.
Las reacciones de la ONU frente al gobierno Duque son del mismo talante. Calló mientras el país se inundaba de coca durante el gobierno Santos, pero su delegado, con argumentos de ocasión, se pone del lado de los enemigos de la aspersión aérea.
Mientras el gobierno Santos firmó un Acuerdo, chamboneó con su implementación y lo dejó sin recursos, el gobierno Duque muestra resultados. En un año pasó de 2 proyectos productivos colectivos a 24, y de cero individuales a 300; extendió los apoyos financieros, tiene listas para entrega 500 parcelas, focalizó las “obras por impuestos” hacia los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial y ya entregó 400 obras.
Sin embargo, la ONU parece ciega a estos resultados y los “expertos” de la señora Bachelet, no solo se atrevieron a “instar” al Gobierno a cumplir el Acuerdo, como si no lo estuviera haciendo, sino a acusarlo de incitar a la violencia contra excombatientes, como si efectivamente lo estuviera haciendo.
Como la OEA, la ONU también debe volver por sus fueros de garante de los Derechos Humanos con independencia ideológica y política.