El Gobierno Santos, embelesado con su interpretación de la realidad, que dista mucho de los hechos tozudos, o mejor, enredado en sus propias mentiras, se encuentra hoy entre la rubia (Trump) y la morena (las Farc); entre el temor a la descertificación y el incomprensible temor de Santos –vaya uno a saber por qué– a incumplir sus compromisos con las Farc. Sin embargo, el narcotráfico le ha hecho tanto daño al país, que el Gobierno no debería reaccionar por temor a unos o a otros, sino con políticas de Estado, soberanas y de largo aliento. Desde los incuestionables resultados del Plan Colombia y la política de Seguridad Democrática, que entregaron el país con 61.800 hectáreas de coca en 2010 y un programa de erradicación que permitió llegar a 47.800 en 2012, “el nivel más bajo en lo que va corrido del siglo”, según la ONU, las relaciones con Estados Unidos se habían ‘desnarcotizado’ para abordar otros temas como el intercambio comercial. Ocho años después, al cabo de las administraciones Obama y Santos, las relaciones se ‘renarcotizaron’ y la lucha contra las drogas vuelve al primer lugar en la agenda bilateral, con el memorando de Trump y su clara advertencia de descertificación. El Gobierno se declara indignado y sorprendido, y yo me pregunto de qué. Según la Oficina de Drogas de Naciones Unidas (UNODC), de las 47.800 de 2012, en apenas ¡4 años!, los mismos que duró la negociación con las Farc, pasamos a ¡146.000 hectáreas! La medición de la Oficina antidrogas del Departamento de Estado (ONDCP), a la que le que creo más por una sencilla razón: están poniendo la plata, arroja un total de ¡188.000 hectáreas! El secretario Brownfield, exembajador en Bogotá y quien se declaró amigo de Santos, no tuvo empacho, sin embargo, en lanzar su crudo diagnóstico: “…se concentraron en los últimos seis años abrumadoramente en las negociaciones de paz (…). Y, además, creo que concluyeron que para llegar a un acuerdo de paz con éxito, ellos necesitaban a las FARC en temas relacionados con las drogas". Eso no es un secreto. Con la iniciación de las negociaciones, el esfuerzo de erradicación se fue yendo al piso hasta la prohibición de la aspersión aérea en 2015, una exigencia fariana, así el Gobierno insista en su argumento de la inclusión del glifosato, el herbicida más utilizado en la agricultura mundial –acabo de aplicarlo en mi propia finca–, en los listados de la OMS como potencial cancerígeno, argumento que se vende bien, aunque sea una pantalla para las verdaderas presiones de la decisión. Semejante “bajada de guardia”, mientras se negociaba la política antidrogas con el principal cartel del país, se ha disfrazado con programas limitados de erradicación forzosa y de sustitución, que en muchas regiones están siendo rechazados por las comunidades. No obstante, las cifras no mienten: Según las oficiales –Observatorio de Drogas de Colombia (ODC) de Minjusticia–, mientras en 2010 se erradicaron manualmente 43.800 hectáreas y se asperjaron 102.000, en 2016 apenas se erradicaron manualmente ¡17.600 hectáreas! De qué se sorprende el Gobierno. Lo fácil es rasgarse las vestiduras y convertir, muy a lo Maduro, una justificada advertencia en amenaza intervencionista, buscando despertar “antiimperialismo” y respaldo popular. Lo cierto es que el Gobierno no debería actuar por temor a la descertificación ni bajo la presión de los compromisos con las Farc. El país debería tener una política antidrogas, concertada con Estados Unidos como financiador, pero soberana en sus decisiones y estrategias. Hoy la tiene. Es el punto cuarto del Acuerdo Final negociado con las Farc. Sin comentarios.