Por eso hoy, a pesar de estar curtidos por las promesas incumplidas y de todas las explicaciones que el Gobierno da para minimizar el descomunal descalabro de la energía eléctrica, no podemos ocultar la desesperanza que nos produce los anuncios sobre aumentos del costo de este insumo fundamental para las actividades productivas. Eso nos conduce a una nueva frustración en el tortuoso camino por tener un mejor futuro para el campo.
En primer lugar, tal como lo ha señalado reiterativamente el Presidente ejecutivo de Fedegán, José Félix Lafaurie Rivera, el costo del kilovatio hora en Colombia supera con creses el de otros países. La energía eléctrica en Colombia tiene los valores más altos de la energía de Suramérica con un valor de 15,5 centavos de dólar por kWh, seguidos por los valores de Chile 10,7 centavos de dólar por kWh y Uruguay con 10 centavos de dólar por kWh. En Carolina del Norte, Estados Unidos, es de 6 centavos de dólar por kWh.
Se suma esta alza, a la escalada de costos que aquejan al sector agropecuario, al que se le exige competitividad y sobre el que muchos analistas bogan por sumirlo en el capitalismo salvaje sin la coraza que utilizan las economías desarrolladas, abiertamente apuntaladas en el Farm Bill de Estados Unidos, y PAC de la Unión Europa.
Analistas que se rasgan las vestiduras sin darse por enterados de que en Colombia el combustible es de los más caros del mundo: La gasolina en Corea del Sur es más barata, a pesar de ser importada desde nuestro país. Adicionalmente el Gobierno avanza en la tendencia a nivelar con el de la gasolina el precio del ACPM, que enciende tractores, motobombas y tanques de frío, e impacta también los costos de transporte.
Ya quisiéramos tener una política agropecuaria que acerque siquiera a unos pocos objetivos de la PAC. La política agrícola común de la UE cumple muchos objetivos: ayuda a los agricultores a producir suficientes alimentos para Europa; garantiza que los alimentos sean seguros (por ejemplo, a través de la trazabilidad); protege a los agricultores de la excesiva volatilidad de precios y de las crisis de mercado (aquí tenemos que pelear con las uñas contra una industria procesadora extractiva); les ayuda a invertir en la modernización de sus explotaciones; mantiene comunidades rurales viables, con economías diversificadas; crea y mantiene puestos de trabajo en la industria alimentaria; protege el medio ambiente y el bienestar de los animales.
Pero regresando al descalabro energético, llama la atención las explicaciones que califican dentro del amplio universo de las leguleyadas. Por allá en un ABC del cargo por confiabilidad, se lee que este esquema sirve para asegurar la confiabilidad en el suministro de energía en el largo plazo con precios eficientes, y que de lo que se trataba era de tener una capacidad de generación térmica lista para operar.
Lo del precio eficiente se aplicó al pie de la letra –obsérvese que nunca se dijo a costos eficientes–, y claro eso justifica la explicación de que cuando se definió el precio de escasez se hizo con un combustible que era mucho más barato, el Fuel número 6, y hoy se está generando con diésel, que es un combustible importado, además con una carga impositiva alta, y que eso origina las pérdidas en ese tipo de generación de energía.
Para cerrar el cuadro se argumenta una sobretasa con duración de 3 años. ¡Nada más fijo que un impuesto temporal, o si no veamos el ejemplo del 4 por 1.000, que fue creado precisamente en noviembre de 1998 como un gravamen del 2 por 1.000 sobre las operaciones bancarias. En la misma norma (Decreto 2331) se aclaró que la contribución sería temporal y que regiría hasta el 31 de diciembre de 1999. El enano se creció y se enquisto en las finanzas públicas –ya cumplió 17 años.