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El derecho a la inocencia

Por María Fernanda Cabal - 06 de Julio 2018

En Colombia, la presunción de inocencia significa exactamente todo lo contrario. Lo sucedido durante la semana pasada con el informe de la Fiscalía General, me lleva a la reflexión profunda de lo que representa el linchamiento mediático a una persona que, como yo, no le debe absolutamente nada a la justicia ni a la sociedad.

He pasado por la sorpresa, la indignación, la frustración y la tristeza, ante la tremenda irresponsabilidad de intentar destrozar mi buen nombre y horas más tarde, declarar que no tengo nada que ver con el supuesto hecho de “constreñimiento al elector”. Ha sido una verdadera perversidad lanzar un juicio sin sustento, ocasionando el daño moral, para luego intentar remendarlo cuando una parte agresiva de la opinión, azuzada por los medios con amarillo desconocimiento, ya me había lapidado.

A lo largo de estos cuatro años en el Congreso, he vivido muchas circunstancias de feroz matoneo -en buena parte propiciado por los mismos que enarbolan el respeto a las mujeres, minorías, cero bullying- que me han cobrado por expresar lo que pienso, sin filtros hipócritas y por decir verdades crudas y desnudas que no le gustan a muchos. Pareciera que señalarme y atacarme reditúa en rating en medios y redes sociales.

Precisamente recordaba cómo hace cuatro años al supuesto “hacker” Sepúlveda, a quien nunca conocí y con quien nunca tuve ningún tipo de intercambio o comunicación, se le ocurrió decir que lo quise contratar para defenderme del escándalo ocasionado por mi trino contra García Márquez. Sepúlveda, recién detenido en ese entonces, inventó un acercamiento que jamás existió y que, por supuesto, nunca pudo probar. Eso me valió mi primera denuncia, ante la Corte Suprema, por parte del abogado Pablo Antonio Bustos -quien se proclama Presidente de la Red de Veedurías Ciudadanas (si estoy errada, espero no enfrentar otra denuncia suya), porque, según él, yo tenía conocimiento de las interceptaciones a políticos y negociadores del proceso de paz en La Habana.

La segunda denuncia fue interpuesta por Angela María Giraldo, hermana del asesinado diputado del Valle, Francisco Giraldo. Ella consideró que yo la había “acosado”, injuriado y calumniado al opinar, a través de un trino, que seguramente padecía del síndrome de Estocolmo. Mi ánimo no era ofenderla; la motivación nació de la indignación por su actitud visiblemente complaciente -al menos así lo reflejaba la foto- en la primera visita de las víctimas a los asesinos de las Farc en La Habana.

La tercera denuncia vino de parte del exguerrillero del EPL Gerardo Vega, que me acusó de comprar testigos a través del programa Una Vaca por la Paz, con el que se beneficiaba a familias campesinas humildes. Vega sostuvo que yo había “comprado” testimonios en su contra regalando vacas,  para denunciarlo de falsedad y fraude procesal. Lo cierto es que a través de un programa piloto de restitución de tierras, el señor Vega y sus socios, como Carmen Palencia, hoy funcionaria del consulado de Miami por cuenta de los colombianos, engañaron al Ministerio de Agricultura y a USAID, al hacer pasar como desplazados a campesinos otrora invasores miembros de frentes populares del EPL. Esa investigación duerme el sueño de los justos en la Fiscalía, mientras yo continúo con mi denuncia en la corte.

Pero los sucesos no pararon ahí: Hace año y medio un grupo de apoyo al movimiento “Petro Presidente”, promovido desde una cuenta de Facebook  denominada Synerypolítica, divulgó  un montaje de un trino en el que yo apoyaba a Rafael Uribe Noguera -violador y asesino de Yuliana Samboní-, por lo cual recibí toda clase de amenazas de muerte. De nada sirvió demostrar que era un montaje; el daño ya estaba hecho. Tampoco valió la denuncia penal con todas las pruebas aportadas a la Fiscalía. La impunidad sigue rampante  y yo, mamá de cuatro hijos y ponente de la Ley de Feminicidio con la que se condenó al violador a 60 años, quedé como una delincuente moral.

Ahora, con el despliegue mediático del Fiscal Martínez, a pesar de su aclaración tardía en cuanto a que no estoy relacionada con hechos de constreñimiento al elector, tengo una nueva denuncia por parte de un abogado que adora la figuración mediática: El señor Elmer Montaña, afín al Partido Verde, que consistentemente despliega su odio hacia mi a través de las redes sociales. Lo que él no recuerda es cuando lo conocí hace más de 20 años como fiscal estrella de la primera Casa de Justicia que se inauguraba en Aguablanca, en el Barrio Comuneros de Cali. Era un fiscal brillante, lleno de pasión por la comunidad, que renegaba de la incapacidad de su institución para resolver conflictos de las bandas locales por fuera de la penalización de  las conductas. Parece que el alma le cambió cuando terminó de socio de Sigifredo López en la Ong “Defensa de Inocentes”. Qué contradicción. También olvida cuando el fiscal anticorrupción -hoy extraditado- Gustavo Moreno le patrocinó el foro de falsos testigos.

El fango y la miseria humana que he tenido que enfrentar, contrasta con la generosidad y gratitud de las personas de todos los rincones del país, en especial de aquellas a las que he podido ayudar: gente humilde, campesinos despojados injustamente de sus parcelas por la inefable ley de restitución, los soldados presos sin acceso a defensa alguna y todos aquellos que han necesitado una mano en algún momento de sus vidas, que siempre han sido el propósito principal de mi vida -y ahora de mi lucha política-. Y a los miembros de la comunidad cristiana, que todos los días me tienen en sus oraciones.

A veces, como en esta semana, siento la inmensa frustración de considerar que quien pretende permanecer en política en Colombia, tiene que ser naturalmente tramposo y eludir la justicia. Luego pienso que los espacios no se pueden ceder, así nos cuesten.

Las cicatrices las conservo en el alma. Son parte de un aprendizaje amargo que forja el carácter. Dios es el respaldo para lograr persistir en la defensa de ideales de un mejor país, en donde la defensa de la dignidad humana siga siendo nuestro propósito de vida. Hasta la muerte, a donde iremos todos a parar, ojalá despojados de tanto odio.