Es posible que el dinero -los recursos del Estado y su capacidad de endeudamiento razonable- no sea suficiente para la cantidad y complejidad de las necesidades de la sociedad, sobre todo de los segmentos con necesidades más sentidas y urgentes; pero no es menos cierto que esos recursos escasos se escurren aún más al pasar por el ancho cedazo de la corrupción, y lo que queda, también está mal distribuido por cuenta del sesgo del modelo de desarrollo. (Lea: "El acuerdo alcanzado con las Farc es desafortunado": Lafaurie)
En efecto, cuando el país pudo emprender un modelo de desarrollo integral, a partir de la década de los setenta del siglo pasado, decidió privilegiar el desarrollo urbano en desmedro del rural, con las consecuencias que hoy estamos afrontando.
A los desplazamientos que generó la violencia de mediados del siglo XX, le siguieron las migraciones propiciadas por el Estado para la construcción de las grandes ciudades, sin que se previera un espacio digno para esos campesinos obreros en las urbes que construían. Es decir, los que migraron se convirtieron en pobres urbanos en los cinturones de miseria, y los que no migraron se perpetuaron como pobres rurales del siempre olvidado campo colombiano; olvido sobre el cual se encendió la hoguera de violencia que hoy se pretende apagar con más promesas en una mesa de negociaciones con quienes, precisamente, iniciaron el incendio y nunca han dejado de echarle leña a la candela.
Frente al abandono rural y sus consecuencias, nunca han faltado, una y otra vez, la confesión de boca, la contrición de corazón y el propósito de la enmienda, pero siempre ha quedado pendiente la penitencia debida -A los jóvenes que no estudiaron el catecismo del padre Astete, les aclaro que se trata de las condiciones para el perdón de los pecados-. Los propósitos nunca se han convertido en recursos, cuando menos en la cuantía necesaria, y esos recursos menguados nunca han podido reparar las faltas cometidas contra el campo.
Hoy estamos frente a un nuevo acto de contrición, pero esta vez con las Farc del otro lado del confesionario. El Gobierno acaba de hacer confesión de boca, a través de un acuerdo en el que reconoce que hay una “brecha entre el país rural y el urbano” -¡Eureka!-, y no ha faltado el propósito de la enmienda, pues el vocero oficial afirma “con certeza que lo acordado en el tema agrario permite transformar de forma radical la realidad rural de Colombia”. (Lea: Dudas del sector agropecuario frente a lo pactado en La Habana)
Hasta aquí no hay nada diferente a lo que ha hecho parte de las promesas electorales, porque el campo, como la paz, es una excelente bandera política. Allá viven 14 millones de colombianos con una cantidad de esperanzas equivalente a sus frustraciones. Sin contar con las cabeceras municipales, en las zonas rurales están dispersos cerca de cuatro millones de votos.
Pero como la cuestión es con dinero, llegará el momento de enfrentar las promesas y compromisos del acuerdo con las Farc a la prueba ácida del Presupuesto General de la Nación, como llegará el momento de enfrentarlos a los compromisos adquiridos en los TLC firmados con las grandes potencias agropecuarias del mundo. (Lea: Junta Directiva de Fedegán rechaza acuerdo agrario alcanzado)
Solo entonces sabremos realmente si se va a eliminar el sesgo antirural del modelo de desarrollo; solo entonces sabremos cómo reaccionarán los grandes sectores urbanos; solo entonces sabremos hasta dónde llegará la certeza gubernamental de lograr una transformación radical de la realidad rural del país.