“Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto” es una frase de Jesús Vallejo Mejía. Es fuerte. Pero es lo que le ha venido sucediendo a Colombia y lo ratifica el informe publicado por El Tiempo en su edición del pasado 7 de agosto.
En la medición de la Encuesta Mundial de Valores, los colombianos aparecen como un pueblo desconfiado. No confiamos en las personas que acabamos de conocer, tampoco en los vecinos y mucho menos en los políticos.
Pero lo grave es que el desplome en la confianza en las instituciones es vertiginoso. Gobierno, fuerzas armadas, empresas privadas, congreso y policía caen en su nivel de confianza a lo largo de los últimos diez años. Ni siquiera las iglesias se salvan de este deterioro.
Al buscar las razones de este proceso se encuentran muchas posibles explicaciones.
La corrupción y escándalos como el de Odebrecht, los falsos positivos o los altos magistrados presos por recibir dineros son solo algunos ejemplos.
Pero no hay una semana sin que estalle algún caso de malversación de recursos, peculados, sobornos o cohechos en todos los niveles de la administración pública. No en vano hay una percepción de que todo el Estado está tocado por la corrupción que se salió de madre.
La inseguridad también explica la falta de confianza. Los ciudadanos no confían en la policía ni en la ley porque saben que es ineficaz e impotente frente a los delincuentes. La desconfianza surge del miedo que está relacionado con el poder de los malos que tienen el sartén por el mango.
No puede haber confianza institucional cuando hay mentira e irrespeto de la voluntad popular. Desconocer el resultado del referendo por la paz fue un inmenso político error del anterior presidente pues manchó el proceso con la ilegitimidad popular de la cual nunca se recuperará.
La gran sacrificada del proceso de paz fue la justicia, con el beneplácito de las sentencias que intentaron legalizar lo que era ilegítimo. No puede haber respeto a las instituciones si los políticos se hacen elegir con un programa, obtienen un mandato popular y luego lo traicionan.
Pero hay un elemento transversal que es común en la generación de desconfianza: la ausencia de justicia. Es un fenómeno que ha caracterizado nuestra historia republicana pero que se ha agravado en las últimas cuatro décadas desde que el crimen organizado logró arrinconar las instituciones.
La verdad es que la decadencia de nuestro aparato judicial solo aumenta a medida que crece la impunidad, estallan los escándalos relacionados con la politización de las decisiones judiciales y los graves casos corrupción que han tocado las altas cortes.
Hay muchos que creen que puede haber democracia sin justicia. Al sistema judicial se le ha invertido mucho presupuesto. Se ha intentado reformarla, pero los poderes internos de la Rama se han encargado de descarrillar todos los procesos. Sin justicia transparente no puede haber paz ni progreso. Un pueblo no puede desarrollar confianza si el árbitro central está cargado o ha sido comprado.
Lo único peor que no tener justicia es tener injusticia.
Miguel Gómez Martínez
Presidente de Fasecolda.
migomahu@hotmail.com
Portafolio, agosto 11 de 2020