default

Depresión pre-electoral

Por Miguel Gómez Martínez - 27 de Septiembre 2019

Resulta irónico que mientras mejora el nivel de educación de la población, más se empobrece el debate político.

“Entre un gobierno que lo hace mal y un pueblo que lo consiente, hay cierta complicidad vergonzosa”, decía el inmortal Víctor Hugo. Esta máxima debería guiar el voto de quienes participarán en los próximos comicios regionales.

La democracia es una responsabilidad compartida entre elector y candidato. Al primero le corresponde la tarea de analizar las propuestas, la hoja de vida, las alianzas y la honestidad de las diferentes opciones. Debe superar la tendencia a dejarse seducir por las frases de cajón, la imagen o la calidad de la publicidad política. Esa es la función de un ciudadano consciente.

Al candidato le compete asumir la responsabilidad de hacer una campaña sin demagogia, con ideas viables, respetando los contrincantes, sin juego sucio y sin infringir las normas electorales. El candidato debe decir la verdad y entender que quienes votan por él le entregan un mandato que debe respetar y cumplir.

Los griegos clásicos consideraban que si existiese un pueblo de dioses se gobernaría democráticamente. Entendían que la democracia, el mejor de los sistemas en la teoría, requería unas virtudes morales que no estaban, en la práctica, al alcance de los pueblos. Sabían que los argumentos demagógicos tenían un gran poder de convencimiento pues el elector quería creer que lo imposible era posible.

El problema de las democracias, de todas las democracias, es que ni el ciudadano ni el elegido asumen su función con honestidad. Por eso el período pre-electoral resulta tan deprimente. Los candidatos prometen el oro y el morro a sabiendas de que no es posible cumplir lo ofrecido porque no tendrán los recursos, no podrán lograrlo en el tiempo del mandato o simplemente porque no es su competencia.

Los electores, por su parte, no cuestionan las mentiras de las campañas y se dejan llevar por el fanatismo de los partidarios que fijan el tono de los debates. Todo ello rodeado de una deprimente danza de millones gastados en publicidad, compra de avales y votos o pago por alianzas coyunturales.

Desbordados por las redes sociales, la prensa se deja llevar por este espíritu superficial en lugar de enfocar los debates en los temas de fondo, la preparación de los candidatos y la viabilidad de sus programas.

Resulta irónico que mientras mejora el nivel de educación de la población, más se empobrece el debate político. Aunque resulte contra- evidente, tener más conocimiento y disponer de mejores posibilidades de estar informados no nos hace mejores ciudadanos.

Por el contrario, progresa el populismo, aún en sociedades como la británica, donde antes admirábamos la madurez de sus procesos políticos. Estamos en manos de profesionales de la política, expertos en elecciones y técnicos de la comunicación a quienes sólo les importa la conquista del poder.

Nada más que el poder. No es entonces de extrañar que la política sea cada vez menos atractiva para los ciudadanos que perciben la ligereza y falsedad de los discursos electorales. Se entiende que las instituciones pierdan legitimidad pues su accionar tiene presunción de corrupción y sus políticas son sospechosas de favorecer los intereses ocultos que han financiado la “fiesta electoral”.

Miguel Gómez Martínez

Asesor económico y empresarial

[email protected]

Portafolio, septiembre 24 de 2019