Un traidor de la democracia que juró la Revolución Sandinista, de los jóvenes que entregaron sus vidas, de los compañeros que lo salvaron y de Colombia que le ayudó
Pocas cosas duelen tanto como una frustración. Frustración es una palabra terrible. Es la desilusión de algo que alguna vez fue una ilusión, un sueño, una pasión. Es la esperanza traicionada.
Siento que escribir esta columna es cumplir con un deber. Que callar no tendría otro nombre que el de la doble moral hacia ese pueblo al que un día ayudamos a liberar de otro tirano.
Quienes hoy tienen de cincuenta años para abajo no tienen ni idea de lo que se estremeció este continente con la Revolución Sandinista. La Revolución Sandinista parecía un milagro en el que se juntaban las dos cosas que más nos apasionaban a los latinoamericanos de los años 70: derrotar a un dictador y alcanzar una revolución democrática.
Derrotar a un tirano siempre tendrá el encanto de la causa justa y valiente.
Y mucho más para nosotros los latinoamericanos que, a fuerza de haber padecido a los dictadores de todos los tiempos, hemos tenido que ir construyendo nuestro concepto de dignidad ligado al de la valentía que se necesita para pelear con las dictaduras. Enfrentar a Somoza era un acto de dignidad que nos hacía sentir vivos y justicieros.
Pero la historia no paraba allí, con el goce de la derrota del tirano. Había otra promesa superior que nos llenaba de pasión: la democracia. La gran promesa de la Revolución Sandinista era la democracia.
Hoy es posible que la democracia aparezca como una promesa de bulto. Obvia y sin tanto chiste. No obstante, en aquel 1979, su solo planteamiento constituía una verdadera revolución. Baste con recordar que vivíamos la Guerra Fría en todo su furor y que el horizonte político se nos agotaba entre las dictaduras militares auspiciadas por los gringos y las revoluciones comunistas auspiciadas por los soviéticos.
Por eso la democracia se volvió la pasión de los pueblos latinoamericanos. Salvo las izquierdas que siempre le han prendido velas a Marx y las derechas que se las prendían a los Pinochets y los Videlas, nuestros pueblos han buscado hacer del nuestro un continente de la democracia. Podría decirse que la verdadera historia de América Latina es la historia de unos pueblos luchando por sus democracias contra viento y marea.
Cuando aparecieron los sandinistas fue como un alumbramiento del sueño latinoamericano. Conjugaban el sueño de una revolución contra el tirano y el sueño de una revolución democrática. Es decir: No comunista. El sueño de un destino autónomo, montado en una cultura propia, una cultura no alineada.
Los demócratas del mundo les creyeron a los sandinistas. Apoyaron a los sandinistas con todo. Con armas, con dinero, con territorios fronterizos para que se preparan e incursionaran contra la dictadura. Torrijos les dispuso Panamá, López Michelsen y Carlos Andrés Pérez les sirvieron de diplomáticos de su causa. Los gobiernos de la Comunidad Económica Europea les dieron su ayuda y les legitimaron su revolución ante el mundo. Desde Colombia salieron cientos de jóvenes a ayudarlos en la insurrección. El M-19 tuvo militantes que fueron a combatir y un propósito principal del robo de las armas del Cantón Norte consistió en mandarles armas a los sandinistas.
Por eso causa tanta indignación ver que Daniel Ortega terminó convertido en un tirano peor que Anastasio Somoza. Sí, peor porque, al menos, Somoza conservó lealtades mínimas con sus amigos. Ortega, en cambio, terminó persiguiendo a sus compañeros.
A Dora María Téllez y a Hugo Torres los metió presos. Dora María y Hugo, dos comandantes sandinistas que, junto con Edén Pastora, dirigieron la toma del Palacio Nacional, en 1978, con que obligaron a Somoza a liberar a los jefes presos. De hecho, años antes un comando del que formó parte Hugo Torres se tomó la casa de José María Castillo Quant con el fin de negociar de libertad de algunos presos entre quienes salió Daniel Ortega. Ortega terminó metiendo presos a sus compañeros que se jugaron la vida para sacarlo de la cárcel. Hoy, Dora María paga una condena de 15 años por “conspiración” y Hugo murió en ese centro de tortura que llaman cárcel El Chipote.
A Sergio Ramírez, su primer vicepresidente, escritor respetado y admirado, lo tiene condenado al exilio. Alejado de sus espacios, de su biblioteca, de su vida. Lo hizo exiliarse cuando también tuvieron que exiliarse varios de los candidatos presidenciales que tenían el derecho de competir por la presidencia con Ortega y que no les fue posible. Los que no alcanzaron a exiliarse están presos.
A más de 400 personas las mató la policía durante las protestas contra su régimen en 2018. Cientos de muertos y miles de presos.
Ahora le cayó encima, con toda la saña, a la Iglesia Católica. Persigue a los sacerdotes, impide las misas, cerca a los feligreses para que no se acerquen a los templos, les cierra las emisoras, mete preso a su obispo. Este viernes metió preso al obispo Rolando Álvarez por cometer el pecado de decirle dictador. Por enfrentar la dictadura con la dignidad que los demócratas de mundo enfrentaron la de Somoza hace cuatro décadas largas.
Por eso causa tanta indignación verlo convertido, además, en un traidor.
Daniel Ortega es un traidor de la democracia que juró la Revolución Sandinista. Por la que entregaron sus vidas miles de jóvenes de este continente. Por la que entregaron su generosidad los demócratas de mundo. Por la que se jugaron la vida sus compañeros que lo liberaron cuando estaba preso.
Hace 45 años los demócratas del continente condenamos abiertamente la tiranía de Somoza e hicimos todo lo posible por la liberación del pueblo nicaragüense.
Hoy es preciso hacer exactamente lo mismo. Todo lo demás es doble moral. No se puede caer en la doble moral de pensar que hay tiranías buenas y tiranías malas según si son de derecha o de izquierda.
El nuevo gobierno de Colombia debe condenar la dictadura de Ortega. Es una magnífica oportunidad para que el presidente Petro exprese su compromiso contra todo traidor de la democracia. Traidor de la democracia y traidor de Colombia. Un traidor que se ha dedicado a perseguir nuestra soberanía y nuestra integridad territorial como si nuestra nación no hubiera puesto los mejores esfuerzos por la libertad de su país.
Que nunca nos vengan a decir que le vamos a entregar un milímetro de nuestro territorio a esa tiranía traidora.