Las cartas están sobre la mesa. La nueva amenaza ha llegado a todos. Las principales ciudades de Colombia, con su población, sus aparatos educativos, productivos, religiosos, deportivos, serán objeto, desde el próximo 20 de julio, de nuevas “manifestaciones de protesta”. ¿Y de nuevas destrucciones? ¿Durarán éstas días y meses?
En las pasadas movilizaciones de 50 días, Colombia perdió 27 vidas humanas y 15 billones de pesos por el vandalismo multiforme, los incendios y los bloqueos de calles, barrios y ciudades. El puerto de Buenaventura estuvo a punto de caer en manos de los vándalos. Ahora, como si eso fuera poco, el día de la fiesta nacional ha sido designado por el sindicalismo extremista como la fecha para servirle de nuevo al país ese cáliz.
Hay alarma en todas las capitales. Veremos si la fuerza pública y el gobierno nacional, quien acaba de firmar un aumento de salarios del sector público con la CUT y otros sindicatos, dejan que sean cumplidos esos monstruosos designios.
Colombia está jugando con el fuego. Los bloqueos o “cortes de ruta”, como los llama la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), es una modalidad de insurrección que grupos armados experimentaron en otros países con resultados devastadores. Mencionaré aquí, rápidamente, dos casos: Líbano y Haití.
¿Quién recuerda que el prolongado derrumbe de Líbano comenzó en 1969 con los “Acuerdos del Cairo” que oficializaron los campos de refugiados palestinos del sur de Líbano? Meses más tarde, los fedayines de la OLP expulsados a bala de Jordania se instalaron en Líbano. En 1972, la ofensiva terrorista de la OLP contra Israel desató operaciones de represalias contra éstos. La creación, mediante bloqueos de rutas y poblados, de bastiones palestinos generó incidentes los cuales fueron estabilizados mediante conversaciones con las autoridades que creían que así frenarían la expansión de los fedayines.
Fue un proceso parecido al que emerge en Colombia: “cortes de ruta” en centros rurales y urbanos, incidentes con heridos y muertos, reacción de las autoridades, negociaciones y nueva expansión de la violencia. Gracias a conversaciones de paz, los enclaves palestinos obtuvieron facilidades de paso para refugiados y combatientes y hasta puntos de observación. Empero, la violación de esos acuerdos generó más desórdenes y los choques se multiplicaron. Clanes y familias libanesas influyentes se armaron para recuperar el terreno y velar por la independencia del país.
Gracias a nuevos pactos, los bloqueos fueron convertidos en unidades mixtas palestino-libanesas destinadas a mantener el orden. Creyendo de buena fe que no había otra salida, dada la debilidad del ejército, el presidente de la época, Charles Hélou, validó esa estrategia. Gran error. Ello no frenó la expansión palestina, ni la creación de enclaves rivales de otros clanes y corrientes políticas y religiosas.
Líbano terminó convertido en campo de batalla entre numerosas fuerzas. En 1982, Siria e Israel, por razones opuestas, intervinieron masivamente. Una fuerza internacional (franco-americana) se interpuso. En vano. Los campos de refugiados crecían así como las milicias de todo tipo (cristianas, palestinas, sunnitas, chiitas, drusas, maronitas). Unas luchaban contra otras, e incluso algunas contra su mismo campo. En 1982, el Hezbollah pro iraní irrumpió en el valle de la Bekaa. Un embajador de Francia, Louis Delamare, fue asesinado no lejos de un puesto del ejército libanés. En 1985, Siria tuvo que retirarse parcialmente: 300 de sus blindados soviéticos y 85 de sus Migs soviéticos habían sido destruidos.
El balance hecho en 1990 de lo ocurrido en esa guerra desde 1975 fue pavoroso: cerca de 200 000 muertos (en un país de 2 803 000 habitantes en ese momento), 400 000 heridos, 30 000 mutilados, 70 000 huérfanos, tanto entre cristianos y musulmanes. En 2005, tras el atentado mortal contra el presidente Rafiq Ariri, el pueblo de Beirut desató la “revolución de los cedros” y obligó a Siria a retirar sus tropas del Líbano.
Pero en 2014, la guerra civil siria y la guerra contra el Estado Islámico volcaron sobre Líbano un millón de refugiados sirios sin que hasta hoy se vea una solución a eso. Si bien las Fuerzas Armadas (FAL) constituyen el pilar común de esa nación, donde coexisten 18 grupos religiosos, el Líbano no logra salir de la profunda crisis. Las dos explosiones en el puerto de Beirut, el 4 de agosto de 2020, causaron 207 muertes. Los heridos fueron 6 500 y 9 los desaparecidos. Y la crisis económica se agravó. Hace unos meses, la prensa informó que más de 3000 soldados, de los 80 000 de las FAL, “han abandonado los cuarteles a causa de los recortes salariales derivados de la devaluación de la libra”.
En Colombia, los bloqueos de carreteras, autopistas, ciudades y departamentos fueron el arma principal de la reciente ola criminal. Sin embargo, la CIDH en su tendencioso informe enfatizó algo que llama la atención: subrayó que el Estado colombiano debe abstenerse "de prohibir de manera generalizada y a priori los cortes de ruta como modalidades de protestas". Estimando que "la protesta social puede manifestarse de diversas formas” y que los “cortes de ruta” son formas de protesta legítima, ese organismo recomendó al gobierno respetar esos bloqueos para “garantizar los derechos humanos" de quienes protestan.
Antonia Urrejola, presidenta de la CIDH, admitió a regañadientes que “ciertos cortes” causaron profundo “malestar y agotamiento en representantes del Estado, cuerpos policiales y la sociedad civil" y que “algunos” de los bloqueos han “afectado la vida, provisión de alimentos y otros derechos esenciales”. La abogada chilena oculta la gravedad de lo ocurrido. Ella no podía ignorar que esos bloqueos fueron laboratorios de agresiones donde hubo muchos muertos y heridos, y que esas muertes no solo causaron “malestar” sino gran dolor e indignación en el país.
El hecho de dar libre curso a los bloqueos de ciudades, definiendo los “cortes de ruta” como simples “protestas”, permite deducir que la CIDH juega con disimulo a la desestabilización de Colombia. Las eminencias grises de ese grupo saben que es enorme el impacto demoledor de ese delito y que éste desembocó en guerra civil en otras latitudes.
Haití es un país donde la violencia y los bloqueos de carreteras también juegan un papel desastroso. La tradicional incapacidad del Estado haitiano para organizar los servicios públicos de base y a mantener el orden desembocó en la aparición de pandillas que imponen sus dictados a la sociedad. En 2019, la Comisión nacional de desarme y reinserción informó que había cerca de 80 bandas armadas en Haití.
Una agencia de la ONU encargada de la coordinación de la ayuda humanitaria (OCHA), constató que esas pandillas “luchan por el control de las zonas urbanas” y que la policía “no puede brindar seguridad y protección”. Precisó que en las zonas afectadas, “la violencia y los bloqueos de carreteras obstaculizan el movimiento de personas y mercancías, así como la entrega de ayuda”.
Los vecinos de los barrios controlados por los “cortes de ruta” deben pagar un impuesto a las bandas para salir a comprar alimentos, para ir a trabajar, etc.
El informe de OCHA detalla: “Las pandillas luchan por el control de las zonas urbanas. La policía no puede brindar seguridad y protección. En las zonas afectadas, la violencia y los bloqueos de carreteras han obstaculizado el movimiento de personas y mercancías, así como la entrega de ayuda”.
¿No nos recuerda esto lo que acaba de ocurrir en Colombia? Eso es lo que la CIDH define como un “derecho” y una forma de “protesta”.
La agencia HOCHA también detalló: “La proliferación de hombres armados, la circulación incontrolada de armas de fuego ilegales y la creciente inseguridad afectan todos los aspectos de la vida en Haití. Los enfrentamientos entre pandillas se han vuelto casi diarios en la capital y la mayoría de las carreteras nacionales que conducen a las ciudades provinciales son bloqueadas regularmente por individuos armados.”
Obviamente esas pandillas generan el desplazamiento forzado de miles de personas de la capital, Puerto Príncipe, hacia zonas menos expuestas, lo que genera a su vez conflictos adicionales que causan muertos y heridos, sobre todo entre los menores de edad. Entre esas pandillas y el personal político haitiano, opositor o no, hay convergencias criminales que pueden llegar muy lejos como quedó demostrado el 7 de julio tras el asesinato ese día del presidente Jovenel Moïse.
¿Respetará el gobierno esos bloqueos el 20 de julio? ¿Qué futuro le están preparando a Colombia? ¿Y para beneficio de quién?
16 de julio de 2021