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columna

Amenazas a la democracia liberal

por: Jorge Humberto Botero- 31 de Diciembre 1969

Ya no es el comunismo el fantasma que recorre a Europa, como lo escribían Marx y Engels en 1848 para asustar a los buenos burgueses de entonces; ese fantasma es hoy el populismo que se expande por el mundo entero.

El populismo -lo sabemos bien- puede florecer en ambas orillas del espectro ideológico: Maduro y Putin, Evo y Trump, persiguen objetivos diferentes, pero tienen enormes semejanzas en sus formas de actuar. Encarna en agrupaciones políticas dominadas por un caudillo cuyas directrices son seguidas por sus fieles como si fuesen mandatos sacros; por este motivo, cuando acceden al control del Estado, gobiernan al margen de las instituciones, así las conserven privándolas de contenido normativo.

Apelan a sentimientos negativos, como el miedo o el desprecio al otro, especialmente al inmigrante o al que profesa una fe religiosa diferente. Suelen anclar sus proyectos de transformación social en un pasado mítico al que hay que regresar para dejar atrás la miserable situación presente.

No vacilan en prometer gabelas a sus partidarios que, por su enorme costo, son insostenibles o tienen consecuencias negativas predecibles, tales como la informalidad o el desempleo. El anhelo de uniformar la sociedad en torno a banderas nacionalistas y racistas es un componente recurrente de sus plataformas políticas.

En un reportaje reciente en el Financial Times, el jerarca ruso denigraba de los valores liberales, que, según él, implican “que no hay nada que hacer. Que los inmigrantes pueden asesinar, robar y violar con impunidad simplemente porque sus derechos como inmigrantes han de ser protegidos (…) Cada crimen debe ser castigado. El ideario liberal se ha tornado en obsoleto. Ha entrado en conflicto con los intereses de la abrumadora mayoría de la población”. Difícil imaginar un agravio más hondo y perturbador a los valores de libertad, igualdad y fraternidad que provienen de la revolución francesa, y a las declaraciones universales de derechos humanos.

Respecto de la diversidad sexual, Putin afirmó que aunque está prohibido por Dios, no tiene inconveniente en que a los homosexuales se les permita vivir la vida personal que quieran, siempre que sus preferencias no perturben la cultura, las tradiciones y valores familiares predominantes. Con este fundamento, es obvio que pueden ser discriminados. El retroceso es enorme en la comprensión y respeto de la diversidad humana.

En su edición del 29 de agosto, The Economist realizó un prolijo recuento de las estrategias adelantadas en Hungría por el primer ministro Viktor Orban para controlar la totalidad del poder político, aunque, en apariencia, manteniendo incólume el Estado de Derecho. Habiendo llegado al poder por medios electorales legales, igual que Hitler en Alemania en 1933 o Mussolini en Italia en 1922, sus primeras acciones estuvieron encaminadas a controlar el poder judicial. Para este fin se incrementó el número de magistrados de la Corte Constitucional, luego se procedió a reducir la edad de retiro forzoso de los jueces, acciones complementadas con un control gubernamental de las promociones en la judicatura. Cumplidas estas acciones, el gobierno pudo modificar la Constitución ad libitum. Así ha surgido un sistema que se denomina de “cooperación nacional”. Y en la realidad lo es: nadie puede rehusarse a cooperar sin asumir graves consecuencias. ¡Adiós a la separación de poderes!

Los pasos siguientes estuvieron encaminados a eliminar la capacidad de la oposición para difundir sus mensajes, propósito fácil de cumplir mediante el control de los medios de comunicación. Lo más interesante no es que se proceda de esta manera; es la sutileza de las medidas: en vez de acudir, por ejemplo, al burdo mecanismo de la censura de prensa, se opera mediante la asignación selectiva de las pautas publicitarias oficiales. La utilización de la Oficina Estatal de Auditoría ha servido también para castigar a las formaciones políticas refractarias a entrar en la coalición de Orban. El control de la educación y la academia, últimos bastiones de la disidencia, han permitido cerrar el círculo de concentración del poder.

Como tanto Putin como Orban mantienen elevados índices de popularidad, así haya algún grado de manipulación de las encuestas, cabe preguntarse si sus formas de acción son incompatibles con la democracia. La respuesta depende de si adoptamos una noción absolutista de la democracia o una liberal.

Según la primera, uno de cuyos teóricos principales fue Jean Jaques Rousseau, la voluntad general se impone sobre los individuos. Para vivir en sociedad, los seres humanos establecen un contrato social implícito que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de que dispondrían en estado de naturaleza. Esa voluntad general constituye la cúspide de la racionalidad y, por ende, los integrantes de la polis están obligados a acatarla.

La democracia liberal es radicalmente distinta. Parte del convencimiento de que la sociedad es inherentemente conflictiva, razón por la cual no es posible establecer para ella un modelo óptimo. La mayoría tiene derecho a gobernar pero, por elevada que ella sea, ha de respetar los derechos de las minorías y la dignidad de los individuos. Las libertades de cada uno de nosotros deben ser tuteladas siempre que su ejercicio no atente contra las libertades de los demás: restringirlas sólo es posible para atenuar las desigualdades sociales y establecer lo que la Constitución llama “un orden social justo”. Como esta noción es disputable, sus alcances deben establecerse y modificarse, primordialmente, en el juego político electoral y en el seno del Congreso, el organismo que a todos nos representa.

La democracia colombiana no es perfecta; ninguna lo es. Aquí y allá se encuentran acciones y omisiones que preocupan. Hay que cuidarla y fortalecerla. Una ciudadanía alerta y vigilante es indispensable.