El campo es un actor cada día más secundario de nuestra economía. Su lenta y constante decadencia es fruto de múltiples factores. Los más relevantes son la inseguridad, la revaluación y la falta de infraestructura que afectan al conjunto del sector productivo. Pero no son los únicos elementos que se deben tener en cuenta.
El campo colombiano adolece de distritos de riego, paquetes tecnológicos adecuados a las particularidades regionales, financiamiento flexible, mecanismos eficaces y transparentes de comercialización. Si las Farc quieren hacer algo por el sector agropecuario debería exigir el desmonte de las centrales de abasto, verdaderos torniquetes que exprimen el ingreso del campesino.
Si las Farc quieren hacer algo por los agricultores deberían sugerir transformar la burocracia del Ministerio de Agricultura que brilla por su debilidad e ineficiencia. Si las Farc quieren modernizar el campo deben obtener que el sistema financiero deje de cerrarles la puerta a los agricultores en las narices o exigirles garantías imposibles para otorgarles crédito. Si las Farc quieren ayudar al campo podrían forzar a que reactivemos las inversiones en manejo de agua y en distritos de riego.
Curioso que luego de décadas de observar la parálisis estatal en la política agropecuaria ahora resulta que las Farc, los grandes victimarios del campo, logren destrabar los temas que explican el empobrecimiento del campo. Si somos tan inconsistentes como lo hemos sido en los últimos lustros, es en la mesa de La Habana que pueden estar las respuestas para que el sector agropecuario salga de su letargo y olvido.
La guerrilla podría ser el detonante que pueda desbloquear la crisis que ha empobrecido y debilitado a los campesinos y ganaderos.
Pero como las Farc son lo que son, se concentrarán en el tema de la tenencia de la tierra que es una obsesión nacional.
La guerrilla, como todos los demagogos nacionales, cree que es la propiedad la que determina la prosperidad del campo. Se empeñan en entregar pequeñas parcelas a campesinos que luego tienen que enfrentar, sin recursos ni apoyos estatales, todos obstáculos del mundo rural. ¿De qué sirve tener algunas fanegadas sin crédito, ni riego, ni vías para sacar los productos? ¿Qué significa la propiedad de la tierra cuando la producción es comprada a precios miserables por los comerciantes amangualados de las centrales de abasto? ¿Para qué tener tierra si no se posee la tecnología que permita alcanzar una productividad que garantice posibilidades de competir con nacionales y extranjeros?
Mientras tanto, los campesinos y ganaderos seguirán esperando que la política económica se reoriente a favor de su sector. Con paciencia volverán a pedir que la política se ocupe de ellos y les abra el camino de la modernización. Ya es hora que en Bogotá se entienda que el campo no es el causante de la guerra sino su principal víctima.