Pero digamos que, desde la distancia del desacuerdo -ese sí legítimo-, es mucho más conveniente -repito- la transparencia de lo público que la incertidumbre del secretismo, máxime cuando la negociación afecta al país como Estado de derecho y también la vida de los colombianos como individuos.
No son menores los temas de narcotráfico y participación política, pero me propongo centrar mi atención en el documento sobre Reforma Rural Integral. Es un análisis que les corresponde -nos obliga, diría yo- a los gremios afectados por lo que hoy son apenas acuerdos preliminares, pero mañana serán compromisos y decisiones, si las negociaciones llegan a algún lado y el país las refrenda, ya sea con referendo, como quiere el Gobierno -ojalá con voto obligatorio-, o por una Asamblea Constituyente, como exigen las Farc con insistencia.
Dentro de ese contexto reivindico el derecho a analizar el acuerdo con espíritu crítico, autónomo y pedagógico inclusive. Lo he repetido hasta la saciedad: nadie que no sea un bandido, puede estar en contra de la paz, pero muchos colombianos pueden estar en desacuerdo con las negociaciones, ya sea porque no consideran legítimo al interlocutor o no comparten su alcance, pues sienten que la guerrilla ha ido demasiado lejos en sus exigencias y el Gobierno en sus concesiones, o bien, porque no ven real voluntad de paz en las Farc.
Son diversas las posiciones, pero lo importante, como en toda democracia, es que el desacuerdo no puede entenderse como sinónimo de oposición política y, por lo tanto, debe ser aceptado sin descalificaciones y, menos aún, sin eventuales retaliaciones. La mitad del país quiere creer en las negociaciones y la voluntad de paz de las Farc; la otra mitad se mueve entre el escepticismo y el rechazo. ¡Qué le vamos a hacer!
Mi primera observación tiene que ver con la ambivalencia. Como la Rayuela de Cortázar, el documento está escrito de tal manera que puede tener, en este caso, dos lecturas. Está revestido de tanta declaración de principios y eufemismo conciliador medio demagógico, que, por ejemplo, frente al tema de la tierra, la lectura de Márquez le permite pensar que el Gobierno le caminará a una reforma agraria expropiatoria, a través de los mecanismos discrecionales de expropiación que incluye el Acuerdo; en tanto que la lectura del Gobierno le permitirá mantener, sin sonrojarse, el discurso de la garantía del derecho a la legítima propiedad privada.
Otro tema son los recursos, no solo para la inmensa inversión que demanda semejante memorial de generalidades y buenos propósitos, precedido por casi un siglo de incumplimientos, sino para la institucionalidad que haya de articular y ejecutar los esfuerzos, también con antecedentes de ineficacia y corrupción (Incora, Idema, Caminos Vecinales, etc.). Definitivamente, no es un asunto de tres pesos, y la actual institucionalidad es un vestido pequeño para tan grandes retos.
Un tercer tema son las salvedades, es decir, lo que ni siquiera está negociado, en asuntos tan estratégicos como los TLC, el latifundio y la producción empresarial de gran escala, y la inversión extranjera en el sector agropecuario. De entrada, su postergación es señal de desacuerdo fundamental en algo que toca los compromisos internacionales del país y, sobre todo, la supervivencia frente a una producción globalizada y altamente competitiva.
Son tres temas, además de los que vayan surgiendo, que trataré de desmenuzar, uno a uno, en las semanas que vienen.