El año 2020 será recordado como un año de enormes desafíos para la humanidad, que tuvo que enfrentar la pandemia por COVID-19 ocasionada por el coronavirus SARS-CoV-2 y puso en evidencia la fragilidad de los sistemas político-económicos mundiales, orillando a buscar nuevos caminos socioambientales.
Hoy es evidente que la deforestación y el cambio del uso del suelo en los ecosistemas, los sistemas agropecuarios extensivos, el uso de agroquímicos perversos como el glifosato, la resistencia antimicrobiana en humanos y animales por el uso desmedido de antibióticos, el uso de transgénicos y el comercio ilegal de la vida silvestre, son factores que han propiciado las actuales crisis, agravadas por el cambio climático. En este contexto, la preocupación en el campo mexicano se suma a las interrogantes a nivel mundial, con respecto a lo que sucederá en la salud pública, la agricultura y la seguridad alimentaria.
Debido a que la actual pandemia amenaza a la población más vulnerable –entre las que se cuenta el sector rural–, generando desestabilidad en su economía, salud familiar, disponibilidad de fuerza de trabajo, salud de sus animales, seguridad en la obtención de insumos, precios justos de comercialización, desplazamiento seguro de sus productos, y consumo de alimentos sanos y saludables.
Los sistemas alimentarios intensivos de gran escala han profundizado la pobreza y están contribuyendo a una pobre salud de la población y a la degradación ambiental. La forma de producir los alimentos para la creciente población ha sido una de las principales causas del deterioro de la salud pública, al cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, agotamiento del agua dulce, pérdida de fertilidad de los suelos, cambio en el uso del suelo y contaminación del suelo y el agua. Por ello, urgen esfuerzos globales para transformar los hábitos alimentarios hacia formas de consumo saludable, y las formas de producir los alimentos a partir de sistemas sustentables de producción.
Por ello es necesario enfocar los esfuerzos hacia una transición agroecológica, y que además permita alcanzar los objetivos del desarrollo sostenible y las metas de los acuerdos de París, así como poder alimentar sanamente a 10 billones de personas para el año 2050. Lo anterior requiere, también, disminuir la pérdida y desecho de los alimentos, y realizar grandes mejoras en las prácticas para la producción alimentaria. Esto último implica que los sistemas de producción sustentable puedan operar dentro de un límite seguro, en el que no se requiera el uso adicional de tierra, se salvaguarde la actual biodiversidad del planeta, se reduzca el uso extenuante de agua dulce y aumente la responsabilidad en el manejo del agua, se reduzca sustantivamente la contaminación, se reduzca a cero las emisiones de dióxido de carbono, y que no se produzcan incrementos futuros en las emisiones de metano y óxido nitroso.
También será necesario reducir (hasta en un 75%) las desigualdades sociales y la brechas que existen en la producción de alimentos, contar con opciones de implementación rápida para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero de la agricultura, y contar con la adopción de prácticas de manejo que permitan pasar de una agricultura contaminante y emisora de carbono a una que capture carbono, usando recursos locales en conjunción con el conocimiento tradicional.
La agroforestería –disciplina que permite el uso sustentable de la tierra y que promueve el manejo integral de árboles, cultivos y animales, incorporando el conocimiento tradicional de los productores y el avance de la ciencia– ha demostrado, en los últimos 40 años, ser una de las disciplinas científicas más robustas que han contribuido en mejorar y desarrollar sistemas agropecuarios sustentables.
Así, a escala mundial, la agroforestería está jugando un estratégico papel en los programas de desarrollo y manejo sustentable de los recursos, y se ha reconocido como una ciencia que permite conciliar la producción de alimentos con la conservación de los recursos naturales y la biodiversidad. Por ello, puede llegar a ser una piedra angular en el actual esquema de política agropecuaria del gobierno de la 4T, que busca atender los problemas del bienestar y la seguridad alimentaria, a través de sistemas resilientes en la producción de alimentos. En México, existe una añeja tradición en el uso y mejoramiento de los sistemas agroforestales.
Las experiencias de la milpa maya, el sistema café orgánico con sombra, los sistemas agrosilvopastoriles tradicionales, las chinampas, entre otros, son ejemplos de una rica cultura agroforestal en nuestro país. El interés por la agroforestería pecuaria y los sistemas agrosilvopastoriles también son de larga tradición, y hoy su revalorización y rescate ha ido en aumento. Actualmente se reconoce la necesidad de promover participativamente ese enfoque para transformar los esquemas extensivos de producción animal que fueron impuestos por políticas neoliberales, bajo una visión extractivista y de eficiencia económica, a costa del bienestar de la sociedad rural.
Por ello, el tema de la ganadería sigue siendo polémico, de importancia mundial y arduamente discutido en múltiples foros enfocados al desarrollo. En México, la crianza de animales, combinada con cultivos y árboles siempre ha sido una práctica vital para la ganadería que practican los pequeños productores. De ella dependen una inmensa mayoría de campesinos e indígenas que abastecen los mercados locales y contribuyen con la seguridad alimentaria nacional.
Hoy se reconoce la necesidad de impulsar desde abajo, de forma participativa, la agroforestería para transformar los esquemas extensivos de producción animal, reducir las desigualdades sociales y de género, evitar el deterioro de los recursos naturales, conservar la biodiversidad, y buscar el bienestar de la sociedad rural. Los trabajos aquí presentados abordan estas distintas aristas y presentan algunas experiencias “vivas”, que pretenden sensibilizar al público en general sobre la importancia de la agroforestería en México.
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