Las enfermedades infecciosas emergentes (EID, emerging infectious diseases) constituyen uno de los mayores retos globales a los que se enfrenta la humanidad. Prueba de ello es la actual pandemia de enfermedad (COVID-19) producida por un coronavirus (SARS-CoV-2).
A fecha de 18 de marzo de 2020, se han confirmado 191 127 casos de Covid-19 y 7807 muertes en alrededor de 176 países y territorios, siendo la segunda pandemia del s. XXI después de la gripe aviar de 2009. En Europa los principales países afectados son Italia, seguida de España, Francia y Alemania (1). (Lea: Bioseguridad, la prevención del COVID-19 en hatos lecheros)
A medida que ha ido aumentando el número de casos y se ha ido extendiendo por el mundo, ha despertado la alarma y originado numerosas preguntas, no solo entre la comunidad científica, sino entre toda la población afectada. ¿Cómo se transmite? ¿Cuál es la mortalidad? ¿Cuáles son los síntomas? Pero considerando que hay noticias de la pandemia de COVID-19 en todos los sitios se estarán preguntando: ¿Qué pinta el coronavirus en el blog de la AEET? Aunque el origen exacto el virus no se conoce con certeza, parece claro que es animal, lo que convierte a este coronavirus en el reflejo de un problema que sucede a gran escala y tiene que ver con las actividades humanas y la degradación de la naturaleza.
Efectivamente, la historia del coronavirus no es una historia nueva. Otras enfermedades causadas por coronavirus como el SARS y MERS, y enfermedades como el Ébola, SIDA e incluso el sarampión también se han transmitido a los humanos a través de animales. De hecho, se estima que el 60 % de las enfermedades infecciosas humanas tienen origen animal. Pero este porcentaje aumenta hasta el 73 % cuando hablamos de las enfermedades infecciosas emergentes (EID, 2), es decir enfermedades infecciosas nuevas.
Esta pandemia es por tanto el síntoma de un problema subyacente, el aumento de enfermedades infecciosas de origen animal. Si consideramos los mecanismos por los cuales los humanos se infectan vemos que estos están directamente relacionados con los cambios ambientales provocados por el ser humano, tales como la deforestación, la expansión de la agricultura, la intensificación en la producción de ganado y el aumento de la caza y el comercio de especies salvajes. Estos cambios favorecen el aumento del contacto entre fauna silvestre y humanos que a su vez favorece la transmisión de enfermedades infecciosas en ambos sentidos. (Lea: Minagricultura dispuso $1 billón para mitigar efectos del coronavirus)
Un caso claro es el Ébola, enfermedad causada por un virus que de forma natural circula entre murciélagos. A veces otros animales, incluido el hombre, pueden infectarse si entran en contacto con murciélagos u otros animales infectados. Varios estudios recientes han descubierto que la aparición de brotes de Ébola está asociada a la degradación del hábitat y la desaparición de los bosques tropicales (3), lo cual favorece el aumento de contacto entre personas y animales. Algo similar ocurre con la malaria, donde la fragmentación del hábitat cambia la ecología y distribución de los mosquitos y puede favorecer la aparición de epidemias y la persistencia de la enfermedad (4).
Por otro lado, la emergencia del virus de Nipah en Malasia en 1998 fue debida a la intensificación en la producción de carne de cerdo en el borde de bosques tropicales habitados por murciélagos de la fruta. Asimismo, la caza y el consumo de animales silvestres favorece la aparición de zoonosis tales como hepatitis, el mismo Ébola o el VIH, entre muchas otras. En el caso del VIH, los expertos apuntan a que lo más probable es que se transmitiese por primera vez alrededor de 1930, al entrar en contacto la sangre infectada de primates con heridas y cortes de los hombres que descuartizaban y preparaban la carne tras la sesión de caza. A día de hoy, han fallecido 32 millones de personas por SIDA, la enfermedad causada por el VIH.
En general, los animales que suelen ser las principales fuentes de zoonosis son murciélagos, roedores. Pero no hay que descartar otras como la civeta, un pequeño carnívoro que se consume cocinado en sopa en Asia, y principal sospechoso del origen del coronavirus responsable del brote de SARS en 2002, o las aves, reservorio de la famosa gripe A y el virus West Nile, extendido por todo el planeta y causa número uno de encefalitis víricas. (Columna: Venezuela: coronavirus, agricultura y totalitarismo)
En el caso del SARS-CoV-2 hay un sinfín de teorías intentando explicar su origen, pero la que sigue siendo más plausible a día de hoy es que el virus es de origen animal. Así lo demuestra un estudio reciente donde se analiza de forma comparativa las características del genoma del virus (5). Aunque no se ha encontrado ningún coronavirus animal con una secuencia suficientemente parecida a la del SARS-Cov-2 como para identificar el origen, se han encontrado secuencias muy parecidas en coronavirus de murciélagos (96 % en Rhinolophus affinis) y en pangolines malayos. Este estudio también demuestra que aunque no sabemos si las adaptaciones que hacen a este virus tan transmisible ocurrieron en humanos o un hospedador animal, el virus es producto de la selección natural. La hipótesis más probable por tanto es que el virus hubiera saltado de un murciélago u otra especie animal a humanos en un proceso conocido como “spillover” (6).
Los primeros casos de COVID-19 se detectaron en gente que frecuentaba el mercado de marisco y animales silvestres de Huanan en Wuhan (China). En China, el consumo de especies silvestres no sólo no es ilegal, sino que está muy arraigado culturalmente. Mientras que algunas especies se utilizan en la medicina tradicional china (por ejemplo, las escamas y otras partes del pangolín son ingredientes en casi 500 recetas de la medicina tradicional china, y el buche del pez totoaba, al que se le atribuyen capacidades afrodisíacas y medicinales, puede llegar a cotizar a USD 60 000/kg), otras son consideradas una delicatesen y consumidas como símbolo de alto estatus (por ej., el cuerno de rinoceronte) (7).
Sin embargo, a consecuencia de esta pandemia y en un movimiento histórico China ha prohibido temporalmente el comercio de animales silvestres desde el 24 de febrero de 2020 (8), tal y como hizo durante la crisis del SARS en 2002. Esta medida, si se sostiene indefinidamente, será sin duda un cambio positivo que potencialmente puede contribuir a la reducción del tráfico ilegal de especies en China, principal mercado de una actividad que mueve 7.000- 23 000 millones de dólares anuales (9). (Columna: Luces y sombras de la crisis)
Además, esta medida sería a priori un respiro para grupos como los pangolines, cuyas especies asiáticas han sido cazadas hasta casi la extinción, pivotando el tráfico hacia las especies africanas, con Nigeria como principal exportador y Vietnam y China como países receptores. En concreto WWF estima que en los últimos 10 años se ha traficado con más de 1 millón de pangolines, suponiendo el 20% de todo el comercio ilegal de animales salvajes y convirtiéndolos en los animales más traficados del mundo (10). Sin embargo, también podría ocurrir lo contrario.
El origen animal de la infección puede llevar a que se genere rechazo y miedo hacia el animal implicado. Esto pasa por ejemplo con los murciélagos que son reservorio de gran diversidad de virus que son potencialmente peligrosos para los humanos, incluidos los coronavirus. Un estudio reciente indica que la visión negativa que se genera alrededor de la investigación virológica en murciélagos impacta negativamente a su conservación (11). Sin embargo, su conservación es fundamental por los servicios ecosistémicos que ofrecen, desde polinización hasta control de plagas.
En el actual escenario de globalización la expansión del SARS-CoV-2 ha sido más rápida y extensa que en pandemias anteriores. Los masivos cambios ambientales originados por el hombre, la ocupación de hábitats naturales y su progresiva antropización, el rápido crecimiento poblacional, y la alta conectividad entre diferentes partes del mundo, con alrededor de 40 millones de vuelos anuales, han propiciado un caldo de cultivo donde la distancia entre fauna salvaje y doméstica, y entre humanos y fauna salvaje, es cada vez más reducida. En la actualidad los seres humanos están mucho más en contacto con patógenos que antes sólo residían en zonas remotas y que ahora son propagados rápidamente por todo el mundo sin importar su origen biogeográfico. (Lea: Señor ganadero, cuide su predio ante la llegada del COVID-19)
Ahora lo más importante es superar esta pandemia, pero una vez superada la pregunta no es si habrá otra, sino cuándo ocurrirá. Por esta razón es si cabe más importante que nunca entender que la salud humana está ligada a la salud de los animales y del planeta. Afortunadamente tenemos cada vez más claros los mecanismos que conectan la aparición de brotes epidémicos con la conservación de la biodiversidad y el desarrollo económico (12). De hecho, tres de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda de las Naciones Unidas para el 2030 incluyen la protección de la vida en los ecosistemas terrestres (ODS 15), poner fin al hambre (logrando la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promoviendo la agricultura sostenible, ODS 2) y garantizar una vida saludable y promover el bienestar universal (ODS 3). Reducir el riesgo global de enfermedades infecciosas como el COVID-19 es parte de este objetivo, y, dadas las conexiones directas entre el cambio ambiental y el riesgo de EIDs, cualquier acción dirigida a conservar la biodiversidad y desarrollo sostenible tendrá un impacto positivo en el bienestar universal.
En otras palabras, la conservación de los ecosistemas terrestres nos permitirá paliar o minimizar los riesgos de otro brote como el que estamos viviendo. Pero para conseguir estos objetivos será más importante que nunca que gobiernos, instituciones, investigadores y profesionales hagan suyo el concepto “un mundo, una salud” (One Health en inglés), y colaboren para entender la conexión entre salud humana, animal y del planeta. Porque al final, si existe un solo mundo, existe una sola salud.
Por: María José Ruiz y Ana Benítez
Publicado por: Asociación Española de Ecología Terrestre.