El confinamiento masivo es insostenible La vida humana transcurre entre los extremos de lo inexorable y lo imposible. La muerte, que nos persigue desde el momento en que nacemos, algún día habrá de alcanzarnos; no podemos saltar diez metros en un solo movimiento, o vivir sin alimentos durante una semana. Dentro de esos límites somos libres: realizamos ciertos actos y no otros; o meramente nos abstenemos de actuar.
Tres sistemas normativos diferentes pretenden incidir sobre nuestra conducta: La ética, que es el conjunto de reglas que consideramos correctas las cuales, en última instancia, provienen de la distinción universal entre el bien y el mal o, de otra manera, entre lo justo y lo injusto. Para algunos, ellas han sido establecidas por Dios; para otros, la sensibilidad moral es propia de los seres humanos (y, como algunos investigadores lo han demostrado, de ciertos animales). No se disputa, sin embargo, que las normas éticas son incoercibles: nadie nos las puede imponer; si nos fuerzan a acatarlas la dimensión ética desaparece para convertirse en un mero avasallamiento de la voluntad.
Un segundo complejo normativo lo integran las reglas de convivencia social. Son las que regulan el comportamiento en la calle, en la mesa y las reglas sobre el vestuario imperantes en los distintos contextos sociales, para citar algunas de sus múltiples dimensiones. Nadie puede sancionarnos por no acatarlas, pero, si las violamos, la presión social puede inducirnos a cambiar nuestro comportamiento o a padecer el desdén colectivo.
El tercer orden de preceptos es el Derecho cuya nota distintiva consiste en que ellos pueden ser impuestos mediante actos coactivos. No existe ningún sistema jurídico, o norma alguna que de él haga parte, que no comporte para sus transgresores una sanción: restricciones a la libertad o sanciones económicas son típicas consecuencias que deben recaer sobre quien da muerte a otro o no paga sus deudas.
Aquí aparece una característica importante del Derecho. Si bien su diferencia frente a la ética y las costumbres es su coercibilidad, la violencia, o la amenaza de ejercerla contra los transgresores, es excepcional: de ordinario la estabilidad del sistema depende de que su acatamiento sea, en grado elevado, voluntario. Cuando la desobediencia se generaliza, se produce una revolución: las autoridades que soportaban el antiguo orden son sustituidas por otras y el sistema jurídico colapsa. Por eso decimos que la calidad de los sistemas jurídicos en parte es función de que los destinatarios las acaten por las buenas. Que la policía tenga que disolver un motín, o el juez embargar bienes del deudor incumplido, son fenómenos de rara ocurrencia.
Factores de muy distinta índole inciden en el acatamiento espontáneo del Derecho aunque sólo mencionaré dos: un sentimiento generalizado sobre la razonabilidad de la regulación y sobre la posibilidad de las autoridades de hacerlas cumplir. El prolongado encierro colectivo fue, durante un largo periodo, cumplido por la generalidad de la población con admirable estoicismo. Casi todos aceptamos que el confinamiento, a pesar de su dureza, era una medida necesaria para salvar vidas. Con el paso del tiempo, ese acatamiento se ha ido erosionando.
Para quienes viven en la economía informal el encierro se materializa en una severa restricción de ingresos. Por eso los pobres se vuelcan sobre las calles; su vez, en los barrios donde la gente puede hacer teletrabajo o vivir de sus ahorros, no hay gestos de rebeldía sino de tácita indiferencia. Se respeta la distancia social y el uso de tapabocas, que son medidas obvias de prudencia, pero la gente sale por su entorno cercano con grados crecientes de indiferencia frente a las normas. Tiene ya claro que no aparecerá la autoridad a imponer sanciones o a detener a los violadores; estará muy ocupada, en Barranquilla o en Soacha, tratando de dispersar multitudes desesperadas.
Erosiona también el acatamiento de las normas la ostensible tontería de algunas de ellas. Cómo establecer, por ejemplo, que una persona en el rango de edad de 18 a 69 años ya agotó su cuota de dos horas diarias para “El desarrollo de actividades físicas, de ejercicio al aire libre y la práctica deportiva”, o que un mayor de setenta ya consumió la suya de una hora diaria tres veces por semana.
Sin querer mortificar (o queriendo) tengo una pregunta: ¿cuáles son esas actividades físicas permitidas que no son ni ejercicio al aire libre ni deporte? Miren esta otra perla: “Los establecimientos y locales gastronómicos permanecerán cerrados y solo podrán ofrecer sus productos a través de comercio electrónico…”, de donde se concluye que es prohibido pagar con unos papelitos que imprime el Banco de la República… Y por último: “Las piscinas y polideportivos solo podrán utilizarse para la práctica deportiva de manera individual por deportistas profesionales y de alto rendimiento”. A mi edad, soy un atleta de alto rendimiento aunque no soy profesional; mi vecino es profesional a pesar de que su velocidad en el agua no es óptima. ¿Podemos usar la piscina los dos, ninguno, o solo uno y cuál?
No hay marcha atrás. El precio que ya hemos pagado, incluso en términos de salud pública, es excesivo. Es la hora de superar la trampa de las regulaciones imposibles de cumplir.
Sustituir, como lo ha anunciado el gobierno, el encierro masivo por cuarentenas de los contagiados y de las personas que con ellos hayan tenido contactos es acertado. También lo es trabajar, como se está haciendo, por la reactivación de la economía y del empleo. Y enfatizar la acción pedagógica para que los ciudadanos seamos, con un compromiso mayor, responsables de cuidarnos y cuidar a otros. Íntimas reflexiones.
Es evidente la violación de los derechos a la libertad y el trato justo de los ancianos, a quienes, en verdad, se nos confina para que no congestionemos los hospitales. Sin embargo, el médico de urgencias tiene que salvar vidas, tantas como pueda. En ese contexto, deberá elegir, cuando los recursos sean escasos, a quienes tengan mayores probabilidades de sobrevivir, que de ordinario serán jóvenes.